El planeta de los simios: la guerra
Moisés de los monos. Con El planeta de los simios: la guerra (War for the Planet of the Apes,
EU-Canadá-Nueva Zelandia, 2017), tercera y última parte de la nueva saga
simiesca iniciada con El planeta de los
simios: (R)Evolución (Wyatt, 2011) y continuada con El planeta de los simios: Confrontación (Reeves, 2014), el reboot de la seminal El planeta de los simios (Schaffner,
1968) finaliza en terrenos bíblicos-épicos.
A
diferencia de la saga original (1968-1973), que exigía una clara lectura
sociopolítica, este reboot del nuevo
siglo optó inicialmente por una postura diríase filosófica. La rebelión
liderada por César en el primer filme inicia no desde la rabia ni el
resentimiento sino desde la toma de conciencia camusiana (“La
rebelión no se concibe sin el sentimiento de tener uno mismo, de alguna manera
y en parte, la razón”),
con aquel inolvidable “¡Noooooooo!” gritado por César.
Ahora, en la tercera parte, después de tratar de
evitar infructuosamente la confrontación con los humanos, César se ha
convertido en el estoico profeta de su especie, en el simio elegido que deberá
llevar a los suyos a la Tierra Prometida, mientras su Dios -¿la naturaleza,
cansada de nosotros y nuestros estropicios?- desata la última de varias plaga
contra el homo sapiens.
El tono de este cierre de la trilogía es serio, solemne. Aunque hay por ahí alguna referencia chusco-cinefílica inevitable –el
grafitti de “Ape-calypse Now” que aparece en una pared-, las conexiones dramático/visuales
que hace el realizador Matt Reeves –también director de la segunda parte- son más
ricas: una furiosa lluvia de letales flechas como salida de alguna cinta de
Kurosawa (Trono de sangre, 1957), steady-cam que sigue con admiración a
César revisando sus tropas cual homenaje de una toma similar al intachable
oficial Kirk Douglas en las trincheras de Patrulla
infernal (Kubrick, 1957), César transformado en el marmóreo Charlton Heston
de los monos, apoyado por Dios mismo (o la naturaleza, pues), para castigar a
los desalmados egipcios -digo, humanos-, cual nueva versión de Los diez mandamientos (De Mille, 1956).
Cierto, a la cinta no le faltan excesos -140 minutos
son demasiados, aunque se trate del cierre de la trilogía- y una que otra
carencia –Preacher, el soldado interpretado por Gabriel Chavarría, está pésimamente
desarrollado-, pero estos son defectos menores en un balance final en el que
tenemos una sólida ejecución general de la historia, un villano multidimensional
(un Woody Harrelson cual Coronel Kurtz de Apocalipsis/Coppola/1979)
y una emotiva resolución anticlimática que no termina en la cansina batalla de siempre sino
en la trágica aceptación de la derrota inevitable y en la serena mirada
satisfecha ante lo conseguido.
A estas alturas del juego, uno pensaría que está de
más alabar los resultados de la captura de movimiento a través del cual se
descargan (¿o decantan?) las actuaciones humanas en los cuerpos animados de los
simios. Sin embargo, es necesario seguir haciéndolo: el trabajo de Andy Serkis
como César ha sido elogiado antes y con toda justicia, pero ahora es necesario
centra la mirada hacia otras partes. Por ejemplo, en los graciosos manierismos
del “Mal Simio” que encarna Steve Zahn –el responsable de los únicos momentos
ligeros de la cinta- o en los ojos claros, abiertos y bondadosos de Maurice
(Karin Konoval) cuando se topa con una niñita desvalida (Amiah Miller). Si el trabajo
de Zahn y Konoval –y, claro, el de Serkis- no es actuación, entonces no sé qué
sea.
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