En línea: Dulzura americana



Llegué un año después a Dulzura americana (American Honey, GB-EU, 2016), cuarto largometraje de la consolidada cineasta inglesa Andrea Arnold (notable Fish Tank/2009, temprana obra mayor Cumbres borrascosas/2011), filme que está disponible en Netflix desde fines del año pasado.
¿Por qué no la vi antes? La verdad, su excesiva duración de casi tres horas me hizo que le sacara la vuelta una y otra vez. Parece contradictorio que haya visto una treintena de series televisivas en el 2017 –de seis, ocho, diez episodios- pero que me haya saltado Dulzura americana, pero el asunto es que una serie está dividida en capítulos (de 30, 40, 60 minutos) y puedo administrarme para verla, mientras que una cinta de 163 minutos tengo que verla de una –no reviso películas a retazos.
Lo cierto es que diciembre pasado finalmente me di a la tarea de ver Dulzura americana y, sí, sin duda, la película es demasiado larga, pero también es cierto que vale la pena cada minuto del tiempo invertido.
Filmada en un par de meses a lo largo y ancho de varias locaciones del medio oeste de los Estados Unidos –Kansas, Nebraska, Montana, Dakota del Sur y otros sitios más- después de un scouting personal de la cineasta durante dos años por los vastos caminos gringos, he aquí una fascinante, intensa y digresiva road-movie sobre la inútil búsqueda del sueño americano.
Star (impresionante debutante Sasha Lane) es una muchacha de 18 años que vive en Kansas, arrejuntada con un tipo bueno-para-nada y cuidando a dos chamaquitos que, luego nos enteraremos, no son hijos de ella sino, acaso, sus hermanitos menores. Cierto día, Star ve una vagoneta repleta de muchachos de su misma edad y, atraída por el líder de ellos, Jake (Shia LaBeouf), se une a esta singular tribu de desmadrosos, relajientos y libérrimos… ¡vendedores de revistas!
En efecto, el negocio que supervisa Jake –y que coordina con mano de hierro la guapa sureña Krystal (Riley Keough, nieta de Elvis Presley, nada menos)- es la venta, casa por casa, de suscripciones de revistas que, aunque parezca mentira, sí existe en la vida real (de hecho, el guion original escrito por la propia Arnold está basado en un reportaje que la cineasta leyó sobre un grupo de muchachos que tenían esta chamba).
Sin embargo, muy poco le interesa a Arnold los procedimientos de cambaceo que usan esta docena de jóvenes. Lo que le importa, en general, es atestiguar el ethos en el que ellos se mueven y, en lo particular, seguir a Star a lo largo de esos caminos que resulta, al final de cuentas, no tanto una ruta geográfica sino una existencial. Star y sus compañeros –que realmente no distinguimos, más allá que uno se desnuda a la primera provocación y otra vive obsesionada por Darth Vader- no hacen otra cosa más que vivir al día, al instante, y aunque no sabemos de dónde vienen, es lógico suponer que todos comparten los mismos orígenes: pobreza, soledad y una familia quebrada o de plano inexistente.
Filmada en formato académico 4:3 y con la extraordinaria Lane todo el tiempo en el reducido y táctil encuadre, Dulzura americana es la exploración externa/interna de una vida en perpetua construcción. Star no ha renunciado a su modesto sueño americano –pertenecer a un grupo, tener un lugar en el cual poder establecerse con Jake- pero ella intuye, hacia el final, que el chiste es caminar hacia la meta, más que llegar a ella.
La cualidad digresiva de la película puede exasperar, sin duda, pero así es la propia estructura narrativa –un día Star está en un sitio, otro día está en otro- que es, también, la propuesta dramática del filme, construido por una acumulación de anécdotas que desafían nuestras expectativas no una ni dos ni tres veces, sino todo el tiempo. Así, cuando parece que la cinta se moverá a terrenos más convencionales, Arnold decide, por ejemplo, diluir el suspenso o negar la resolución esperada.
Por eso, con todo y que el desenlace en puntos suspensivos resulta anticlimático, es también el más lógico, el único al que puede acceder Star: vivir ahora, vivir el momento, vivir el instante. 

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