Morelia 2014/I



La cinta con la que inauguró el 12do. Festival de Morelia fue Birdman (o la Inesperada Virtud de la Ignorancia) (Birdman, or the Unexpected Virtue of Ignorance, EU, 2014), el quinto largometraje del cineasta antes conocido como Alejandro González Iñárritu -es que ahora, en los créditos, aparece como Alejandro G. Iñárritu. Estamos ante la primera obra mayor del director de Amores Perros (2000), la primera cinta en la que González Iñárritu se acerca a algo parecido a la grandeza. Y también a la locura. 
Filmada en una sola (falsa) toma -en realidad, son varias tomas extendidas, con los cortes más o menos visibles, al estilo de La Soga (Hitchcock, 1948)- a través de la virtuosa cámara nunca quieta de Emmanuel Lubezki (ya denle otro Oscar, por favor), he aquí la enloquecida crónica del montaje de cierta obra teatral de Broadway basada en un cuento de Raymond Carver, adaptada/producida/dirigida/protagonizada por Riggan Thompson (Michael Keaton, entre su inolvidable fantasma ingobernable de Beetlejuice/Burton/1988 y su abrumado ingeniero clonado de Mis Otros Yo/Ramis/1996), un antiguo super-estrella del cine de monitos que, después de hacer tres películas de Birdman en los años 90, se negó a participar en una cuarta parte, lo que lo condenó al limbo cinematográfico, entre el olvido de las nuevas generaciones de adolescentes y la admiración nostálgica de alguna cuarentona que lo aborda en un bar para tomarse una foto con él. 
Ya sesentón, divorciado, en crisis económica, con una hija/asistente en rehabilitación, con una nueva novia/actriz que acaso está embarazada, Thompson ha decidido sacar juventud de su pasado y demostrarle al mundo entero -pero sobre todo a sí mismo- que puede hacer algo trascendente, importante, artístico, aunque sea una sola vez en su vida. Vamos, que sí sabe actuar. Que no es solo una "celebridad", como le dice, ningunéandolo, cierta poderosa crítica teatral (Lindsay Duncan, cual Pauline Kael de Broadway) que lo amenaza con destruirlo con su devastadora pluma.
Pero, para ello, Riggan tendrá que lidiar con los regaños de su desesperado productor (Zach Galifianakis, ¡actuando!), su problemática relación con su novia/actriz (Andrea Riseborough), el errático comportamiento de cierto actor genial pero insoportable (Edward Norton, cual Brando revivido, pero diez veces más ojete), la animadversión cantada de la ya mencionada crítica teatral y, por supuesto, sus propias inseguridad y su ego desatado, caras de la misma moneda. Ah, claro, se me olvidaba: y también con el mismísimo Birdman, el personaje que lo hizo famoso, que le habla/regaña/aconseja (con voz en off idéntica al tonito del Batman de Christian Bale, por supuesto), diciéndole que se deje de babosadas artísticas y haga Birdman 4 ("los sesenta son los nuevos 30"), porque eso -el cine de monitos, las cintas de Michael Bay- es lo que quiere ver la gente, no obras teatrales escritas por blancos privilegiados cuya única preocupación verdadera es decidir dónde comprar su café, como le dice, en un desbordado monólogo, su lúcida pero fiel hija adicta (Emma Stone, con sus ojazos).
González Iñárritu dirige con un controlado frenesí -valga el contrasentido- a todos sus actores, quienes caminan, hablan, gritan, pelean, mientras la cámara de Lubezki, nunca quieta, siempre en el encuadre perfecto, los sigue sin perder un solo segundo de la acción, todo ello coreografiado al ritmo de la impresionante banda sonora creada por el joven percusionista Antonio Sánchez. Sin duda, la cinta tiene algunos problemas -los diálogos entre Norton y Stone agregan poco a la historia- y hay algunas escenas de más -el único instante en el que se rompe la ilusión de la toma única a través de sucesivos cortes tradicionales-, pero es injusto concentrarse en estos reproches cuando hay mucho más que disfrutar de una película que finaliza por los aires. Es el vuelo, triunfante/delirante, de González Iñárritu. 
Al día siguiente, o sea hoy, se programó la primera cinta en competencia, en la sección de largometraje de ficción. Se trata de En la Estancia (México, 2014) -antes Las Voces-, opera prima en solitario de Carlos Armella (codirección anterior del documental Toro Negro/2005 con Pedro González-Rubio).
Estamos en La Estancia del título, un pueblito abandonado, cuyos restos decrépitos de su pasado minero apenas se pueden adivinar en sus casas derruidas, sus calles solitarias, su dominante silencio. En los primeros 50 minutos del filme, vemos la rutinaria vida del nonagenario Don Jesús y su crecidito retoño Juan Diego, su hijo más chico que, tradición obliga, se ha quedado a cuidar a su padre. Son los únicos habitantes que quedan en el pueblo. El anciano sigue lúcido -por más que a veces se el olvide alguna anécdota o le conteste a algunas voces que él solo escucha por las noches-, fuerte y saludable. El hijo, abierto, sonriente, un tanto ingenuo, ayuda diligente a criar los "animalitos" que son el único patrimonio familiar, además de unas tierras y algunos árboles frutales. Todo esto lo vemos a través de una puesta en imágenes documental, dirigida por un tal Sebastián, quien permanece fuera del encuadre, por más que a veces dé alguna instrucción o le haga comentarios imprudentes a un desconcertado o hasta dolido Juan Diego.
Pero he aquí que hacia la mita de la cinta, En la Estancia cambia de piel. Lo que hemos visto no es un documental, sino una ficción con un personaje -Don Jesús Vallejo, fallecido en 2012- interpretando una versión más o menos real de sí mismo. Juan Diego, sin embargo, no es su hijo, sino el actor Gilberto Barraza. Roto el encanto documental, la cinta sigue una segunda parte más claramente ficticia. El tal Sebastián (Waldo Facco) que apenas vimos hacia el final de la sección titulada "Espacio", aparece en la segunda parte, llamada "Tiempo", llegando a La Estancia con su mujer embarazada (Natalia Gatto), en busca de Juan Diego. Don Jesús ha muerto, Juan Diego no está por ningún lado y la gente de los pueblos cercanos no sabe nada de él. Esta segunda parte, en la que el cineasta regresa al pueblo a terminar aquel documental que dejó inconcluso, es tan convencional como correctamente realizado.
De alguna manera, Armella ha logrado crear dos cintas en una: un (falso) documental sobre un pueblo olvidado y sus dos últimos habitantes, y una ficción fatalista que -formulita obliga- nos muestra que los sofisticados citadinos haríamos bien en no tomarnos demasiadas libertades y confianzas con el México profundo, tal como nos lo advertía ya la paranoica Llovizna (Olhovich, 1978) hace algunas décadas. Armella ha debutado en solitario, pues, con un filme más que visible, aunque habría que señalar que su colega González-Rubio tuve un debut individual más que promisorio con Alamar (2009).

Comentarios

Joel Meza dijo…
Entonces Birdman hay que verla por los ojazos de Emma Stone. Anotado.
Anónimo dijo…
Parece que a Iñárritu no sólo le hizo bien separarse de Arriaga, sino también irse con los hollywoodenses

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