Pídala cantando/XLVI
El lector frecuente Saúl Bass, gran admirador, y con razón, de Patrice Leconte, me ha pedido que rescate algo que escribí de El Hombre del Tren hace tiempo. Según mis cuentas, estas líneas datan de hace unos siete años.
El Hombre del Tren (L’Homme du Train, Francia-GB-Alemania-Suiza-Japón, 2002), el más reciente filme del veterano cineasta galo Patrice Leconte, nunca llegó a distribuirse comercialmente en México. El largometraje número 20 en la consistente filmografía de Leconte es, como algunas de sus cintas anteriores (Los Especialistas/1985, Monsieur Hire/1989, El Marido de la Peluquera/1990, Tango: La Maté porque la Quería/1993), una obra centrada en sus personajes masculinos: sus sueños, obsesiones y fracasos. En buena parte del mundo lecontiano, las mujeres son figuras con las que uno se obsesiona, con las que uno se pierde, pero no con las que uno vive. Una oda al hombre como lobo solitario: así podríamos definir a una buena parte del cine de Leconte.
Francia, tiempo presente. A un anónimo pueblito llega un misterioso hombre llamado Milan (Johnny Hallyday), quien termina encontrando acomodo en la enorme casa de un maestro de poesía retirado, Manesquier (el siempre bienvenido Jean Rochefort). Milan es un hombre rudo, de pocas palabras y viaja con tres pistolas. Manesquier es parlanchín, abierto, con la sonrisa a flor de piel. Los dos están viejos, cansados, un poco hartos de sí mismos. Los dos enfrentarán a su destino el mismo día, aunque en diferentes circunstancias.
Aunque aparecen otros personajes importantes (la amante de planta y la hermana de Manesquier, los oscuros colegas de Milan), el centro del filme es la interacción entre los dos personajes quienes, en cierto momento, quisieran intercambiar posiciones. Milan se prueba unas pantuflas, fuma en pipa y hasta da una hilarante clase sobre Eugenia Grandet a un desconcertado jovencito. Manesquier se prueba la chaqueta de Milan, trata de portarse rudo y practica el tiro al blanco usando las armas de su nuevo amigo. En el filme no sucede nada realmente “importante” –por lo menos no hasta el poético desenlace abierto que no comentaré.
Lo que atestiguamos durante los 90 minutos del filme es el fascinante, gracioso y hasta conmovedor “rapport” entre Hallyday (una leyenda del rock francés) y Rochefort (uno de los más sólidos actores de su generación). No se necesita mucho más para hacer una gran película. No se necesita mucho más, en todo caso, cuando el filme está en manos de alguien como Patrice Leconte.
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atte. @sabassbo