Guadalajara 2018: Largometraje iberoamericano de ficción/I




Como en esta emisión número 33 del Festival de Cine Iberoamericano en Guadalajara estaré fungiendo como parte del Jurado FIPRESCI, no podré escribir de las cintas mexicanas de la sección Mezcal hasta que finalice Guadalajara, pero sí puedo pergeñar algunas líneas sobre la competencia iberoamericana de ficción, filmes que FIPRESCI no premiará.
Antes de llegar a Guadalajara he podido ver varias cintas y dos de las mejores que he podido revisar, son las españolas Verano 1993 (Estiu 1993, España, 2017) y Vivir y otras ficciones (España, 2016).
Verano 1993, multipremiada opera prima de Carla Simón (mejor opera prima en Berlín 2017, mejor directora en el BAFICI 2017, mejor guion en los Fénix 2017 y mejor directora novel en los Goya 2018, entre más de una veintena de galardones más) y que, muy oportunamente, está próxima a estrenarse en nuestro país, es una cinta ubicada en el verano del año del título y su protagonista es una niña de seis años de edad, en la mejor tradición del cine español de los años 70.
La chamaquita se llama Frida (Laia Artigas) y ha llegado a vivir con sus tío Esteve (David Verdaguer) y su esposa Margarita (Bruna Cursi), quienes tienen una espaciosa casa de campo en algún lugar en el interior de Cataluña. No sabemos bien a bien qué paso con la madre de Frida, solo que murió de neumonía y como estamos a inicios de los 90 y el fallecimiento de ella parece una suerte de secreto o vergüenza familiar, es obvio que la mamá -¿y el papá también?- murió de algo diferente a la simple neumonía.
La cámara de Santiago Racaj está colocada continuamente a la altura de Frida, como tratando de reproducir la forma de ver y entender el mundo de esta niña de 6 años, que está tratando de adaptarse a su nueva familia, que incluye a su primita Anna (Paula Robles), infatigablemente generosa con su difícil, malcriada, rebelde y recién llegada hermana mayor.
La cinta no tiene mucho de original pero sí de sensibilidad: la debutante Simon se acerca a la historia de Frida -que es, de hecho, su propio historia- con una mirada que nunca derrapa en el sentimentalismo. La vida de Frida tiene que seguir y ella tiene que aprender a adaptarse; a aceptar la nobleza de su nuevo papá, la disciplina de su nueva mamá, el amor de ambos. Una película engañosamente sencilla.
Otra cinta que le saca la vuelta a todo sentimentalismo para terminar convertido en un necesario manifiesto corporal/carnal/sensual/sexual es Vivir y otras ficciones (España, 2016), tercer largometraje del cineasta catalán Jo Sol (Tatawo/2000, El taxista ful/2005).
De hecho, Vivir y otras ficciones es una suerte de secuela no oficial de El taxista ful, pues el protagonista que aparecía en aquella cinta, Pepe Rovira, es uno de los dos personajes del filme, aunque en realidad habría que matizar el término "personaje", pues estamos ante un docudrama que, sin dejar de ser ficción, también es un reflejo que se quiere fiel, si no a la vida exacta, sí a las preocupaciones tanto de Rovira como de Antonio Centeno (él mismo), un escritor tetraplégico, a quien vemos en el inicio de la cinta ser ayudado a levantarse por Laura, su muy profesional enfermera/asistente. Pepe es su ayudante de las tardes, un hombre que estuvo algún tiempo en la cárcel por robar taxis en la noche -la historia de El taxista ful- y que además pasó tres años en el hospital psiquiátrico. 
Despreocúpese: no hay en la relación de Pepe y Antonio una brizna de sentimentalismo o chantaje. En primera instancia, su relación es de iguales en su desigualdad: uno, anclado por su pasado y sus remordimientos; el otro, atado a un cuerpo que quiere hacer suyo, pésele a quien le pese. Y aunque es cierto que a veces se desliza el melodrama por aquí o por allá (esa frase para grabarla en mármol que dice Pepe: "A un hijo le puedes mentir, pero no lo engañas nunca"), los desafíos que enfrentan los personajes son tan simples como profundamente humanos.
Pepe busca recuperar su voz, en todo el sentido del término: cantar flamenco cual última expresión de sí mismo, de identidad, de afirmación existencial, mientras Antonio lucha y se rebela para "no tener un cuerpo (sino) ser un cuerpo". Así, abre su departamento para un revolucionario servicio de "asistencia sexual" en el que una guapa sexoservidora llamada Sandra se desnuda, acaricia o de plano masturba a sus clientes, los amigos discapacitados (física y/o mentalmente) de Antonio. Su activismo es el activismo del cineasta y de la película misma: confrontar al espectador con eso que no ve porque nunca ha pensado en verlo o, de hecho, ni siquiera imaginarlo; confrontar al espectador con las necesidades más comunes de cualquier ser humano que, bajo ciertas circunstancias, pueden ser auténticamente revolucionarias. 
Con una funcional cámara manejada por el propio cineasta -y Afra Rigamonti- que alterna los encuadres abiertos -para entender las vidas diferentes pero paralelas de Pepe y Antonio- con los encuadres cerrados/cercanos hacia esos cuerpos distintos que podrían ser los nuestros, Vivir y otras ficciones finaliza con otro momento engañosamente sencillo: la sentida interpretación del cante jondo con El Niño de Elche como formidable padrino protector. 

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