BAFICI 2012/III



Como sucede con Distrital, el extinto FICCO o el recién organizado FICUNAM, el BAFICI tiene una personalidad propia: algunas de las películas que se programan en este tipo de festivales difícilmente se pueden ver en otro lado. Se trata, como las siglas del BAFICI lo indican, de un cine independiente aunque, para recordar un viejo chiste del gran James Agee, uno desearía que algunos cineasta independientes dependieran de algo o de alguien antes de hacer algunas de sus películas.
Recordé esta frase de Agee al ver Palacios de Pena (Palácios de Pena, Portugal, 2011), mediometraje de 59 minutos dirigido a cuatro manos por Gabriel Abrantes y Daniel Schmidt y presentado en la sección de Panorama: Adolescencias. Se trata de una cinta que podría haber tenido algo de gracia si... la hubiera tenido. Es decir, si hubiera sido realizada con mayor ligereza y humor. Al final, este juego de alusiones gays militantes y reflexiones históricas sobre Portugal no pasan del solemne ejercicio pseudobuñueliano, en el que dos hermanas adolescentes visitan a su anciana abuela quien, en algún momento, les cuenta a las muchachitas un sueño en el que se ve a ella misma como Juez de la Santa Inquisición, condenando a un par de moros gays y juguetones. Una curiosidad bostezante.
En esa misma sección de Panorama, pero en Trayectorias, se puede ver algo más interesante, por su objetivo y su ejecución. Se trata de El Cuaderno de Barro (España-Suiza, 2011), mediometraje documental -nominado al Goya 2012- dirigido por Isaki Lacuesta, filme que muestra el performance titulado "Paso Doble", ejecutado por el pintor palmense Miquel Barceló y el coreógrafo Josef Nadj en el taller artístico del primero, localizado entre el pueblo dogón de Mali.
El documental inicia cuando llegan Barceló y Nadj con cinco toneladas de barro a Shanga, Mali, lugar en el que ha vivido y trabajado Barceló desde hace un par de décadas. Desde ese momento, seguimos al artista catalán y a su invitado y co-autor en la preparación del performance, que tiene algo de danza, mucho de escultura y otro de pintura: una suerte de action-painting (¿o sculpture-action-painting?) realizado con barro que nos remite, más que a Pollock, a la pureza del arte primitivo a la que Barceló quiere acceder.
A propósito de España: Hollywood Talkies (España, 2011), mediometraje documental de Óscar Pérez y Mia de Ribot, tiene dos elementos a su favor: la cantidad de información anecdótica que transmite y su meritoria realización, que se mueve entre lo convencionalmente académico y la búsqueda no del todo lograda de una poética puesta en imágenes que hace más daño que bien.
El filme está centrado en ese mítico periodo de los años 30 hollywoodenses, al inicio de la era sonora, cuando algunos estudios decidieron hacer películas habladas en español, por lo que contrataron actores y técnicos españoles y latinoamericanos con el fin de producir versiones hispanas de algunas de sus películas.
La historia es más o menos conocida en estos lares -para los curiosos, les recomiendo buscar la versión hispana de Drácula (Melford, 1931), disponible en DVD-, pues el cine mexicano de los años 30 y de la Época de Oro recibió mucho de este talento hispano antes y después de este fracasado experimento hispano hollywoodense. Un par de ejemplos nada más: el andaluz Antonio Moreno, director de Santa (1931), tenía una larga carrera en Hollywood cuando llegó a dirigir la primera cinta sonora mexicana; Ramón Pereda, otro actor español que llegaría a encarnar a Philo Vance en alguna película hispana, se convirtió en un prolífico director de cine mexicano en los años 30, con una larga cadena de churritos realizados hasta los años 70 del siglo pasado.
La información que ofrece la neutral voz en off de Jeff Espinoza es invaluable aunque demasiado breve -la historia del actor  y cantante mexicano convertido en fraile José Mojica, el caso peliculesco de la actriz y militante republicana Rosita Díaz, los chismes de alcoba del escritor Gregorio Martínez de la Sierra, la incapacidad de hablar una sola palabra en inglés de Jardiel Poncela- y el archivo fotográfico con el que se ilustra el documental no tiene tampoco desperdicio -juraría que aparece por ahí Luis Buñuel en traje de baño en alguna de las fotos del Hollywood de esa época-, pero tengo mis dudas sobre la pertinencia de la puesta en imágenes elegida por Pérez y de Ribot.
Supongo que para huir del formato más conocido de este tipo de documentales -el que ya casi patentaron Kevin Brownlow o Ken Burns, con sus inevitables cabezas parlantes, su elegante narrador en off y el fascinante uso de fotografía y fotogramas de época, además de películas de archivo-, los realizadores Pérez y de Ribot optaron por un estilo completamente diferente. Así,  no hay cabezas parlantes de ningún tipo ni testimonios de sobrevivientes o especialistas, sino una seca voz neutral y distante, desprovista de toda emoción, una banda sonora demasiado solemne y una serie de imágenes que quieren transmitir un estado de ánimo: playas californianas vacías, cine de la época abandonados, galerones enormes en donde aparentemente se realizaron algunos de esos filmes hablados en español... Esta serie de imágenes interrumpen el flujo de información y distraen del sentido de la película aunque, bueno, tengo que admitir que los cineastas intentaron hacer algo diferente a Brownlow y Burns. Y, sí, es diferente, pero no mejor. Qué remedio.  

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