Aequitas: Documentando la (in)justicia
Ensayo publicado originalmente en Aequitas, Revista del Poder Judicial del Estado de Sinaloa, número 8, enero-abril del 2015.
Hay un momento clave en The Thin Blue Line (EU, 1988), segundo largometraje documental del especialista Errol Morris, en el que el abogado defensor Dennis White confiesa frente a la cámara, en tono derrotado, que tiene tiempo de que no se dedica al ámbito penal. Que, por lo pronto, ha tenido suficiente. Que eso de lidiar con jurados manipulables agota o, de plano, deprime. Y luego suelta una frase que se quedará ahí, flotando, no solo en el resto del filme, sino mucho tiempo después de haber terminado de ver la película: “Un buen fiscal puede lograr la condena de un culpable, pero solo un gran fiscal puede condenar a un inocente”.
Hay un momento clave en The Thin Blue Line (EU, 1988), segundo largometraje documental del especialista Errol Morris, en el que el abogado defensor Dennis White confiesa frente a la cámara, en tono derrotado, que tiene tiempo de que no se dedica al ámbito penal. Que, por lo pronto, ha tenido suficiente. Que eso de lidiar con jurados manipulables agota o, de plano, deprime. Y luego suelta una frase que se quedará ahí, flotando, no solo en el resto del filme, sino mucho tiempo después de haber terminado de ver la película: “Un buen fiscal puede lograr la condena de un culpable, pero solo un gran fiscal puede condenar a un inocente”.
Lo
que propone White, oblicuamente, es descorazonador: si eres un acusado en el
sistema judicial estadounidense y hay un jurado frente a ti, importa menos la
verdad que tener de tu parte un buen abogado. Tan bueno, que puede lograr que salgas
libre a pesar de que hayas confesado haber asesinado y desmembrado a un cristiano,
como el celebérrimo caso del multimillonario Robert Durst; tan bueno que puede
lograr que te condenen a muerte a pesar de que todas las evidencias en tu
contra sean circunstanciales y no haya una sola prueba forense que demuestre tu
culpabilidad.
El
cine americano ha documentado casos emblemáticos que demuestran que la verdad es
accesoria si hay por ahí gran abogado. Y que los jurados, tan idealizados por
el buen cine liberal hollywoodense a través de la obra maestra 12 hombres en pugna (Lumet, 1957),
pueden ser encandilados por la retórica
de un habilidoso abogado defensor o pueden ser atrapados en las redes de un implacable
fiscal que sabe cómo explotar los miedos y prejuicios de sus conciudadanos.
La delgada línea entre el orden y el caos
La
“línea azul” a la que hace alusión el título del clásico documental de Errol
Morris es una muy delgada y separa al orden del caos. Por eso, para mantener
aplacado al feroz animal hobbesiano que descansa en el interior de cada uno de
nosotros, hay que aplicar la ley, con rigor y sin distingos. Pero, ¿y si la ley
tiene poco que ver con la justicia? ¿Qué tal si tiene que ver más con una
representación, con una puesta en escena?
La
noche del 29 de noviembre de 1976, en Dallas, Texas, un oficial de policía
llamado Robert Wood fue asesinado de cinco balazos. Él y su compañera policía
le habían pedido al conductor de un automóvil que se detuviera, pues llevaba
las luces apagadas. Al acercarse Wood a la ventanilla del conductor, del
interior del auto apareció un arma de calibre 22 y se escucharon cinco tiros.
La mujer policía, al parecer, permanecía en el interior de la patrulla, sin
seguir el protocolo recomendado: cuando un agente detiene un auto y se dirige a
hablar con el conductor, el otro policía debe estar de pie, fuera de la
patrulla, a la expectativa de lo que pueda pasar. Cuando la mujer reacciona, ya
es demasiado tarde: el automóvil con el asesino de Robert Wood se alejaba a
toda velocidad. En estado de shock, la mujer policía no alcanzó a ver completa
la placa del automóvil –solo las letras HC-, pero podía asegurar que el auto
era un Chevy Vega de color azul.
Morris
echa mano de las declaraciones escritas y de los peritajes oficiales para
recrear, una y otra vez, el escenario en el que fue asesinado Wood. Estas
dramatizaciones, que fueron muy criticadas en su momento y que provocaron que The Thin Blue Line fuera descalificada
para competir por el Oscar 1989 a Mejor Largometraje Documental, resultan ser
claves para el tono general de la obra maestra de Morris. El cineasta y su
equipo de producción repiten los
acontecimientos en los que perdió la vida Wood, solo que en cada ocasión el
ángulo ha cambiado, el encuadre es diferente y los elementos de la
dramatización no son los mismos. La machachona música de Philip Glass es,
también, repetitiva, hipnótica. Morris nos ha encerrado, visual y
auditivamente, en ese instante, en esos cinco disparos, cuando perdió la vida
el agente Wood.
Pero
he aquí que, poco a poco, ese mismo hecho no es como lo hemos visto. Ni como
los testimonios lo indican. Ni como lo recuerda la mujer policía. Resulta que
el auto no es un Chevy Vega sino un Ford Mercury Comet y, además, al parecer,
en el auto iban dos tipos y no uno solo. O a lo mejor sí era uno solamente. Más
aún: un adolescente de 16 años llamado David Harris había estado presumiendo con
sus amigos, por esos días, que había asesinado a un policía después de robar el
Mercury azul de su vecino.
Morris,
que había trabajado como detective privado antes de realizar The Thin Blue Line, empieza a ordenar
las piezas de un rompecabezas que vemos armarse y desarmarse frente a nuestros
ojos. Además de las ya mencionadas –y tan criticadas- dramatizaciones, el
cineasta nos presenta entrevistas con un desparpajado David Harris y un muy
tranquilo Randall Adams, quien terminó siendo acusado –y condenado a muerte-
por el asesinato de Wood.
Adams,
un hombre de 28 años que acababa de llegar a Dallas, se encontró en la calle
con Harris, quien acababa de robar el auto de su vecino. Era el fin de semana
largo del Día de Acción de Gracias y Adams caminaba por la calle con un bidón
vacío en busca de una gasolinera, pues su auto se había quedado sin
combustible. Harris se acerca, le ofrece darle un aventón y, al subirse el
automóvil, Adams, sin saberlo, cambió su vida entera.
Según Harris, después de tomar unas
cervezas y ver unas películas en un autocinema, los dos recientes amigos
salieron a pasear en el auto. Una patrulla los detuvo y, sin decir agua va,
Adams le disparó a un policía. La otra versión, la de Adams, es que Harris lo
dejó en su motel temprano, vio un programa de televisión y se durmió a media
noche… la hora en la que Wood fue asesinado.
¿Por
qué la policía decidió creerle a Harris, un joven malandrín con un largo
historial que seguiría acumulando delitos después de esa noche de noviembre, en
lugar de confiar en la palabra de Adams, un tipo que nunca había tenido un solo
problema con la ley? Muy simple: en un estado como Texas, el asesinato de un
policía no podía quedar sin el castigo capital y Harris, por su edad, no podía
ser condenado a la pena de muerte. La policía de Dallas y el invencible fiscal
Douglas Mulder encontraron en Adams al perfecto chivo expiatorio. El hombre
tenía 28 años, había aceptado estar con Harris en el Mercury azul esa noche y
si no había manera de probar que él había disparado, eso era lo de menos: una
recompensa de 21 mil dólares hizo que aparecieran de la nada tres testigos claves
que juraban que habían visto a Adams ir en el asiento del conductor cuando el
oficial Wood se acercaba caminando al auto.
En
la medida que avanza la película, Morris no deja lugar a dudas: echada a andar
la maquinaria de la (in)justicia, no hay manera de detenerla. Además de los
tres sospechosísimos testigos presenciales, no falta el psiquiatra especialista,
un tal Dr. Grigson (apodado el “doctor Muerte” por su proclividad a declarar a
favor de la fiscalía cuando esta pedía la pena capital), quien afirma que Adams
es un psicópata peligroso que no muestra un solo signo de remordimiento por lo
que ha hecho. Los miembros del jurado, manipulados por el fiscal Mulder no se
hacen la pregunta obvia: ¿y no será que Adams no demuestra remordimiento alguno
porque resulta que el pobre tipo es inocente?
La
justicia es caprichosa: a la pena de muerte le sigue una apelación en la que
los abogados de Adams fueron derrotados unánimemente (9-0) y, después, un
triunfo en la Suprema Corte, cuando la pena capital fue conmutada por cadena
perpetua por 8 votos a 1. Morris sigue los laberínticos vericuetos de este
caso, sin adelantar nunca el resultado: de hecho, a pesar de que Adams y Harris
hablan frente a la cámara a lo largo del filme, no es hasta el minuto 86 de la
película cuando nos damos cuenta en qué condiciones ha estado hablando Harris.
Y no es hasta los instantes finales cuando alcanzamos a saber, con toda
claridad, lo que hemos estado viendo.
Morris hizo historia con The Thin Blue Line en varios niveles:
no solo porque provocó un resultado jurídicamente válido –antes las evidencias
mostradas en el filme, los abogados de Adams lograron su libertad meses después
del estreno de la cinta-, sino porque, en el aspecto formal, alternó de manera
descarada las convenciones del documental clásico –testimonios, evidencias, fotografías,
cabezas parlantes- con una serie de estilizadas dramatizaciones que, en primera
instancia, parecían dotar de poca seriedad a su discurso.
Sin embargo, insidiosamente, esas
mismas dramatizaciones nos llevaban a comprender el punto central en el
argumento del cineasta: frente a un juez y frente a un jurado, en el sistema de
justicia estadounidense, el trabajo del fiscal y el del abogado defensor, ¿no
son, al final de cuentas, una especie de dramatizaciones? ¿No termina todo
siendo un teatro en el cual el mejor actor es el que logra obtener la libertad
o la condena del acusado?
Paraísos arrebatado
The Thin Blue
Line no es el único filme documental
que ha provocado resultados jurídicos extra-cinematográficos. La extraordinaria
trilogía de cintas documentales Paradise
Lost: The Child Murders at Robin Hood Hill (EU, 1996), Paradise Lost: Revelations (EU, 2000) y Paradise Lost: Purgatory (EU, 2011), dirigida por Joe Berlinger y Bruce
Sinofsky, hizo la acuciosa crónica, a lo largo de tres lustros, del horrendo caso
del asesinato de tres niños sucedido en West Memphis, Arkansas, desde la
aprehensión de los tres sospechosos, acusados de haber matado a los tres
chamacos de 8 años en depravadas ceremonias satánicas, hasta el momento en el
que fueron liberados, 18 años después, gracias en gran medida a esta serie de
documentales y a través de una extraña fórmula legaloide conocida como Doctrina
Alford. Así, los tres acusados, que fueron encarcelados a los 16, 17 y 18 años
de edad, tuvieron que declararse primero culpables -por más que también se
consideraran inocentes-, para que un juez los liberara.
Esto les permitió recuperar su
libertad, pero el hecho de que el estado de Arkansas los considere culpables
–por más que es evidente que no lo son-, ha dejado en estado de indefensión a
los deudos de las víctimas, a los padres y madres de los niños asesinados que
aceptan que los recién liberados son, en efecto, inocentes pero, entonces,
¿dónde está el culpable?
En West of Memphis (EU, 2012), documental dirigido por Amy Berg y
producido por Peter Jackson, que funciona como pieza de acompañamiento y
eficiente resumen de la trilogía Paradise
Lost, hay un claro sospechoso de los tres crímenes que, muy probablemente,
quede impune. Pues si los “Tres de Memphis” -Jessie Misskelley, Jason Baldwin y
Damien Wayne Echols- son ante la ley culpables, el caso de los niños está
oficialmente resuelto y cerrado.
“Esto no es justicia”, dice uno de
los padres de familia al saber el veredicto, y no por el hecho de que los tres
muchachos hayan recobrado finalmente su libertad –él defiende la inocencia de
ellos-, sino porque sabe que el
verdadero culpable está libre.
El propio juez que liberó a los
“Tres de Memphis” lo dice, emotivamente, al justificar su decisión: el caso fue
“una tragedia para todos” y esa liberación, lograda por un artilugio legal y
sin declaración de inocencia, no les quitará “el dolor ni los 18 años de
cárcel”. Aunque, claro, gracias a la Doctrina Alford el estado de Arkansas se
ahorra pagar una demanda civil multimillonaria y la vergüenza de tener que
reabrir un caso que fue manejado, desde el inicio, como una cacería de brujas.
Un caso muy similar es mostrado en The Central Park Five (EU, 2012), dirigido
por el gran documentalista estadounidense especializado en temas netamente estadounidenses
Ken Burns (The Civil War/1990, Baseball/1994, Jazz/2001, Prohibition/2011,
The Roosevelts: An Intimate History/2014).
El 19 de abril de 1989, en Central
Park, Nueva York, fue encontrada brutalmente violada y golpeada una mujer. Se
trata de la década de los 80, los años más violentos en la Gran Manzana en el
siglo XX, cuando el crack empezó a venderse en las calles y los tiroteos,
asaltos y asesinatos estaban a la orden del día.
¿Qué extraordinario tenía, entonces,
la violación de una mujer en una ciudad que todos los días parecía un escenario
cinematográfico post-apocalíptico? Primero: que la víctima era una mujer
blanca, empleada de Wall Street. Segundo: que el escenario fue Central Park, un
lugar sagrado para todos los neoyorkinos, como dice el exalcalde Ed Koch. Y
tercero: que los sospechosos resultan ser un grupo de chamacos negros e
hispanos que, más o menos a la misma hora que la mujer había sido violada y
golpeada, habían estado haciendo desmanes en el mismo Central Park.
Los cinco adolescentes detenidos
–alguno de ellos prácticamente un niño, pues tenía 14 años de edad- son
interrogados hasta por 30 horas de forma ininterrumpida y son engañados por los
policías para que confiesen lo que los agentes desean. La tormenta perfecta la
completan unos padres de familia incapaces de pelear por sus hijos debido a que
están acostumbrados a los abusos de la autoridad, a unos medios de comunicación
horrorizados por el comportamiento “bestial” de esos muchachos, y una fiscalía
que necesitaba urgentemente un triunfo legal –un escarmiento, mejor dicho- para
convencer a los ciudadanos que estaba haciendo su trabajo.
Burns y sus codirectores, Sarah
Burns y David McMahon, nos van mostrando, a través de testimonios y
entrevistas, así como de reportajes periodísticos y programas televisivos de la
época, el estado de histeria colectiva que provocó un veredicto con el cual
cinco muchachitos pasaron cinco, seis, siete años en la cárcel por un crimen
que no habían cometido.
Curiosamente, con todo y el furor
provocado por la fiscalía y los medios de comunicación, el jurado tardo diez
días en declarar la culpabilidad de los muchachos. Si todo estaba tan claro, ¿a
qué se debió la tardanza?
En un testimonio clave, uno de los
jurados, el número 5, confiesa frente a la cámara de Burns que él nunca estuvo
convencido de la culpabilidad de los muchachos. El problema fue que este buen
hombre no pudo convencer al resto de sus colegas que las pruebas presentadas no
eran suficientes, que no había coincidencias en el DNA de los detenidos con los
restos de semen encontrados en la víctima, que había discrepancias en los
tiempos y que las confesiones, después de todo, no pueden ser la única prueba
para declarar culpable a alguien.
El Jurado 5 dice, sin embargo, que
al final tuvo que ceder ante la presión del resto de sus compañeros. En el
cine, un jurado así, tan decente y articulado, es como el Henry Fonda de 12 Hombres en Pugna: listo para
defender sus ideas, incapaz de dar su brazo a torcer cuando ve una injusticia.
En la vida real, por desgracia, no abundan los Henry Fonda. Y cuando la
maquinaria de la (in)justicia inicia su marcha, no hay nada ni nadie que lo
detenga. Aunque eso sí, siempre habrá alguien que lo documente, como Morris,
como Berg, como Burns, acaso con la esperanza de que estas injusticias nunca se
vuelvan a repetir.
Comentarios
No se si también entre en esta categoría de documentando la (in)justicia: el documental "The Witness", el caso de Kitty Genovese. Muchos años se dio por buena esa teoría de que los vecinos no hicieron nada a pesar de oír los gritos, hasta le pusieron el nombre de "el efecto espectador". El documental echa por tierra todo eso, también muy bueno.