32 Foro de la Cineteca/I



Suecia es uno de los países más igualitarios del mundo, tiene un PIB per cápita de más de 35 mil dólares, una esperanza de vida de más de 80 años y ocupa el noveno lugar en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas. Según estos mismos números, el porcentaje de "pobreza multidimensional" -miseria, pues- es cero. Algo así como el paraíso sobre la tierra, uno podría pensar. Curiosamente, en los últimos años, gracias a la prolífica novela negra sueca y a sus exitosas adaptaciones cinematográficas/televisivas, se ha ido conformando otra visión de ese paraíso terrenal escandinavo: una sociedad con serial-killers escondidos tras la respetabilidad empresarial, un pasado nazi-fascista escondido en el closet y una eficaz delincuencia muy bien organizada.
En Play, Juegos de Hoy (Play, Suecia, 2011), tercer largometraje de Ruben Östlund -segundo largo Involuntario (2008), visto en el 29 Foro-, hay otro elemento más que empaña la visión de la desarrollada, perfecta y tolerante Suecia: las tensiones raciales de una sociedad crecientemente multicultural y políticamente correcta hasta la náusea. El guión, escrito por el propio cineasta en colaboración con Erik Emmendorff, está basado vagamente en un caso policial sucedido en Gotemburgo: un grupo de jovencitos de familias inmigrantes africanas fueron acusados de varias decenas de robos ocurridos en los centros comerciales de esa ciudad, la segunda importancia en Suecia.
El prólogo contiene el estilo visual y dramático del resto del filme. En una toma sostenida de 7 minutos, en plano general, con un uso discreto del zoom y algún lento paneo, vemos cómo un quinteto de niños "afrosuecos" se ponen de acuerdo para torturar/robar/esquilmar a un pareja de blanquísimos niños suecos en un reluciente mall. La rutina -"el juego" del título original- la tienen bien ensayada. Los cinco negros se acercan al par de blancos, los rodean, les preguntan la hora y cuando uno de ellos saca su iPhone, uno de los negros dice que ese teléfono se parece a uno que le robaron a su hermano. Es más, tiene las mismas marcas, los mismos raspones. Pero no hay problema: si los dos blanquitos dicen que el iPhone es de ellos, basta que todos vayan con el hermano "asaltado" para quitarse de dudas. Los cinco chamacos negros tienen bien claros sus papeles: uno es el agresivo, el otro es el amable, otro más es el mediador y así sucesivamente. Los niños blancos están atados: no sólo son dos en contra de cinco sino que, además, están predispuestos, por esa impecable educación que han recibido, a no confrontar, a tratar de resolver los problemas hablando, a respetar al otro, a no agredir.
La rutina se repite, idéntica, poco después: los mismos cinco niños, en el mismo centro comerical, siguen ahora a tres chamacos, dos blancos y uno oriental-latino. Otra vez se trata de constatar que el iPhone que tiene uno de ellos no es el que llevaba el "hermano asaltado". A lo largo del filme, los ochos adolescentes -los cinco negros, los dos blancos y el latino/asiático- atraviesan Gotemburgo hasta terminar jugándose todo -porque en el fondo, para los hijos de inmigrantes africanos, esto es un "juego"- en una carrera que le habría encantado a Roberto Madrazo.
La cámara de Marius Dybwad Brandrud nunca toma a un personaje en primer plano. Hacia el final, se anima a un plano medio de uno de los chamacos esquilmados y no más. Toda la cinta está en ese mismo tono distante, con la cámara sosteniendo las tomas durantes tres, cuatro, cinco, seis minutos. Los niños se mueven en el encuadre dentro del mall, un tren, un camión o en campo abierto y la cámara, cual si estuviera tomando el comportamiento de un grupo de animales que no quiere asustar, captura las acciones desde la distancia. 
El estilo, poco a poco, se vuelve irritante, pero de eso se trata: escuchamos los diálogos, vemos las acciones de lejos, peor no vemos los rostros de los chamacos. La amabilidad, la timidez, la falta de asertividad de los blancos contrasta con la seguridad y la impecable labia de los negros. Pero cuidado: el asunto no es sólo racial. En algún momento del filme, los ocho chamacos son abusados, golpeados, insultados, por otro grupo de jóvenes un poco mayores. Es claro que este segundo grupo -en donde, por cierto, hay negros y blancos- está vengándose de la quinteta de niños negros porque uno de ellos tiene un teléfono que les pertence. O eso dicen. Para el caso da lo mismo: durante unos minutos, los abusones se convierten en abusados.
A lo largo de la cinta hay un episodio que comenta/complementa esta provocadora historia de diferencias sociales/raciales/culturales. En un tren que va de Malmö a Gotemburgo, alguien deja abandonada una cuna en un pasillo. El objeto estorba y el personal del tren, una y otra vez, amable hasta el cansancio, le pide a quien sea el dueño del objeto que, por favor, lo quite, que se haga responsable, que está estorbando, que está en contra de las reglas. Cuando, finalmente, uno de los empleados decide dejar la estorbosa cuna de madera en una de las estaciones, otra empleada lo alcanza y le dice que no, que hay que preguntar de nuevo. Que hay que volver a pedirlo... pero ahora en inglés. El empleado vuelve y, con el mismo tono inalterablemente amable, pero en inglés, le dice al dueño de la cuna que, por favor, pase por ella. Un par de pasajeros empiezan a reirse, mueven la cabeza y comentan: "ahora falta que empieza a pedir las cosas en alemán". Esta primera digresión -que en realidad no lo es tanto- muestra a una autoridades siempre pulcras, siempre obedientes, siempre siguiendo reglas, incapaces de tomar una decisión radical. Llega un momento del filme que, confieso,murmuré en dirección a la pantalla: "¡ya tiren esa pinche cuna, por el amor de Dios!". 
Al final, vemos a una blanquísima niña sueca bailar con mucho garbo y en el salón de su escuela, un ritmo claramente africano mientras que John (John Ortiz), uno de los tres chamacos esquilmados, con raíces orientales y latinas, toca con su clarinete una pieza del compositor judío-polaco Michael Bergson. Ahí sí, todo mundo está tranquilo, apropiándose de los elementos culturales que no le "pertenecen" o que, mejor dicho, le "pertenecen" a todos. 
Allá afuera, sin embargo, dice provocadoramente Östlund, hay una selva. Y en una de esas, ser blanco, sueco, liberal, bien educado, puede ser una desventaja. ¿Suena racista?: creo que Östlund plantea un escenario mucho más complejo aunque, eso sí, deja más preguntas que respuestas. No podía ser de otra manera. De eso se trata, en general, el buen cine.

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