La Habana 2013/I





Como parte del jurado FIPRESCI, tengo la obligación de ver las 21 películas en concurso, a un ritmo de tres diarias durante una semana, lo que me da espacio para ver una o dos cintas más que no están en la competencia, diariamente.
                La cinta inaugural fue Gloria (Lelio, 2012) que me salté porque hace apenas unas semanas la vi, cuando se presentó en la 55 Muestra Internacional de Cine. En su lugar, entré a ver dos cintas fuera de competencia: el melodrama futbolero-inmigrante Diamantes Negros (España-Portugal, 2012) y el inquietante thriller Caníbal (España-Rumania-Rusia-Francia, 2013), que acaba de exhibirse en San Sebastián 2013.
                En el primer caso, programado en la sección de Panorama Contemporáneo Internacional, se trata de un convencional melodrama inmigrante centrado en dos adolescentes de Mali que viajan como indocumentados a España en busca de convertirse en grandes futbolistas para sacar de la miseria a sus familias. Por supuesto, los muchachos están a merced de representantes explotadores que, a su vez, cuentan con la complicidad tácita de los clubes -¿y de la FIFA misma?- que compran/venden/traspasan a estos jovencitos de equipo a equipo, de ciudad a ciudad, de país a país. El destino de los dos muchachos tiene sus altas y sus bajas; uno fracasa de manera definitiva; el otro, queda en suspenso. La película, dirigida por Miguel Alcantud, se deja ver sin mayor problema, aunque nunca trasciende más allá de su obvio mensaje denunciatorio.
                Mucho mejor, de lejos, es Caníbal, programado dentro de la Muestra de Cine Español. Carlos (mesurado Antonio de la Torre) es el mejor sastre de Granada. Un tipo solitario, silencioso, profesional. En algún momento alguien le dice que es de “los tíos que les gusta ver”. Y, en efecto, le gusta ver. O, mejor dicho, estudiar a su presa. Luego, cazarla. Y después, comerla. En efecto, Carlos es el caníbal del título a quien vemos, en la secuencia inicia, ejecutar con precisión su modus operandi.
                No hay una sola escena de violencia gráfica en el filme –todo sucede fuera de cuadro o en los intersticios narrativos- pero tampoco es necesario: basta ver como guisa sus filetitos de cristiano que engulle con toda parsimonia, acompañado de una buena copa de vino tinto, para sentirnos un poco mal.
                La rutina perfecta de Carlos se rompe cuando se involucra con una vecina rumana “masajista”, Alexandra, y, después con su hermana Nina (las dos, bien interpretadas por la guapa Olimpia Melinte), por quien empieza a sentir algo nuevo para él. No es que no quiera comérsela. El problema es que también quiere algo más de ella. 
                Vi la película en el cine Riviera de La Habana, con un público cinéfilo cubano común y corriente –el público festivalero estaba rumbo a la ceremonia de inauguración-, lo que resultó un plus. La gente comentaba a voz en cuello, gritaba asombrada, reía de manera nerviosa, le advertía a algún personaje que no fuera para allá, etcétera. Todo un espectáculo aparte.
                No estoy seguro que me haya convencido del todo el desenlace, pero la cinta merece la revisión del cinéfilo más exigente –el nivel de suspenso creado llega a resultar insoportable- y en cuanto a su director, Manuel Martín Cuenca, que tengo entendido que ya tiene varios largometrajes en su haber, no hay que perderlo de vista.

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