El Último Verano de la Boyita



Nunca exhibida comercialmente en México, aunque -me ha dicho en twitter un lector- ya programada en la televisión de paga, ha llegado a nuestro país, con varios años de retraso y en limitado estreno cultural/comercial -Cineteca Nacional y su red de salas- El Último Verano de la Boyita (Argentina-España-Francia, 2009), segundo largometraje de Julia Solomonoff (opera prima Hermanas/2005, no vista por mí).
Rosario, Argentina, años 80. Jorgelina (Guadalupe Alonso) es una niña que se siente sola. Sus papás se están divorciando y su hermana mayor, Luciana (María Clara Merendino), ya no la pela porque ha crecido y prefiere salir con sus amigas. Refugiada en "la boyita" del título -una cámper o casa rodante-, Jorgelina se entretiene viendo, entre curiosa y horrorizada, los libros de anatomía de su papá médico (Gabo Correa). En las vacaciones de verano, las  dos hermanas tendrán destinos contrarios: Luciana se irá a la playa con mamá, mientras que Jorgelina se irá con su padre, a una casa de campo, en donde será atendida por una vieja criada (Mirella Pascual) y su seco marido capataz (Arnoldo Treise), y trabará una amistad entrañable con el hijo de ellos, el silencioso niño rubio Mario (Nicolás Treise), quien está a punto de dejar de ser niño para convertirse en un adolescente. O mejor dicho, está a punto de convertirse en un hombre, pues en el contexto social/cultural de esta zona rural de Argentina, se pasa de ser niño a ser hombre, sin intermedios. O eso se espera de él, en todo caso.
Estamos ante una delicada cinta de crecimiento infantil/juvenil en dos vías paralelas: la de Jorgelina y la de Mario. En este espacio bucólico, tan bello como rudo, Jorgelina y Mario descubrirán que tienen mucho en común, por más que su extracción social, su horizonte de vida y otros asuntos "menores" los separen. "No soy como los otros", le dice Mario a Jorgelina en cierto diálogo clave pero es obvio que Jorgelina se siente igual, tratando de entender los cambios que suceden a su alrededor, con su hermana, con sus padres, con ella misma. 
Solomonoff se acerca a los asuntos más escabrosos del filme con una delicadeza ejemplar, tan depurada como sensible, sin artificios de ninguna especie, sin idealizaciones/denuncias dramáticas, sin escenas shocking ni explícitas. La auto-afirmación de Mario, como salida de alguna escena nunca filmada del clásico mexicano Allá en el Rancho Grande (de Fuentes, 1936), más que viril, será digna, existencial. Ese triunfo nadie se lo quita. 
Y, en efecto, Mario no es como los otros. Es mejor. Y se los ha demostrado, para luego huir y encontrar la conmovedora solidaridad de Jorgelina, un poco menos niña, un poco más crecidita. Ha sido su último verano infantil. También el de Mario. 

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