El cine que no vimos/XXV
Cuando Alexander Sokurov dirigió Moloch (Ídem, Rusia-Alemania-Japón-Italia-Francia, 1999), el cineasta siberiano ya se había hecho de un nombre internacional con una de sus cintas anteriores, Madre e Hijo (1997), acaso su obra maestra hasta el momento -o, por lo menos, su película más lograda de las que he podido ver.
Sokurov iniciaría con Moloch una serie de retratos fílmicos de líderes totalitarios del siglo XX. Después de Moloch -centrado en Hitler-, seguiría Taurus (2001) -sobre Lenin- y la más reciente Solntse (2005), acerca del Emperador Hirohito. Se trata, repito, de retratos impresionistas, fragmentados, no de biopics en el sentido tradicional, hollywoodense, del término. Lo que vemos en estas películas es una pequeña parte en la vida de estos hombres que vivían en el y por el poder absoluto.
No he podido ver Taurus, así que no puedo hacer el juicio completo sobre esta serie que, hasta donde entiendo, Sokurov podría continuar en cualquier momento (¿centrándose en Stalin, Mussolini, Mao, Fidel?) pero, comparando Moloch con Solntse -que también permanece inédita comercialmente en México- me parece evidente que la primera desmerece no tanto en su virtuosa ejecución visual sino en su planteamiento dramático.
Estamos en el retiro bávaro hitleriano de Berchtesgaden, a inicios de 1942, pocos meses antes de la crucial derrota del ejército nazi en Leningrado. En ese imponente castillo rodeado de bosques, riscos, nubes y niebla -como de escenario de película de montaña con Leni Riefenstahl- una saludable y alegre rubia, Eva Braun (Yelena Rufanova), se pasea completamente desnuda por la terraza de su habitación, esperando la llegada del molón, voluble e histérico "Adi". O sea, Adolf Hitler (Leonid Mozgovoy). Ese mismo día llega el chaparrín que parecía una pésima copia de Chaplin, con todo y su bufonesco séquito: el malévolo flacucho Goebbels (Leonid Sokol), su aristócrata mujerona Magda (Yelena Spiridonova) y el sudoroso/apestoso achichinque Martin Bormann (Vladimir Bogdanov).
Visualmente, la cinta es fascinante. La cámara de Aleksei Fyodorov y Anatoli Rodionov nos muestran un escenario pictórico absorbente, con paisajes romantizados, cual pintura inglesa del siglo XIX. Sin embargo, lo más interesante no es la oscura belleza de los escenarios naturales sino el trabajo fotográfico en interiores, con Sokurov echando mano de un estilo de encuadre tipo "tableau", del cual ha escrito tanto y tan bien David Bordwell en sus libros y en su blog. Lo que hace Sokurov en esas escenas de interiores, montadas por una serie de tomas largas, es un virtuoso manejo de los actores dentro del encuadre -vea usted cómo se mueven- y de la cámara misma, que se acerca o se aleja con tranquilidad, sin llamar la atención sobre sí misma. La composición visual de cualquiera de estas escenas es una auténtica master-class de lenguaje visual para cualquier cinéfilo que se precie de serlo.
Es en la trama en la que Moloch sale mal parado -aunque, yo que sé, en Cannes 1999 este filme ganó el premio a Mejor Guión. La idea de Sokurov fue no tanto humanizar al monstruo sino ridiculizarlo, algo que Chaplin ya lo había mejor y antes que nadie. Así, "Adi" es visto como alguien que merece más nuestra burla que cualquier otra cosa: sin venir a cuento se avienta sermones interminables sobre las bondades del vegetarianismo, afirma porque sí que todos los finlandeses están locos y que a los checos les crecen los bigotes hacia abajo porque descienden de los mongoles, se aleja a cagar a campo abierto a la mita de un pic-nic en las heladas montañas de Baviera, le confiesa a Eva Braun que se siente como un cadáver cuando no tiene una audiencia frente a él, se hace el loco cuando alguien trae a colación el campo de exterminio de Auswitchz -algo que, al parecer, hacía continuamente: alegar ignorancia con respecto al Holocausto judío- y hasta se deja corretear y patear por su rubia superior, Fraülein Braun, cual Hitler salido de un viejo sketch de Mel Brooks.
Esta ridiculización extrema de Hitler y su séquito -menos Eva Braun, quien es mostrada aquí como una mujer devota, digna, aunque moralmente ciega y sorda- llega a ser tediosa porque no hay cambio alguno en el tratamiento de los personajes. Pasamos con ellos unas cuantas horas, pero ese tiempo no resulta particularmente interesante: estos tipos son meros bufones y ninguno de ellos es, además, gracioso. Y si pensamos en la destrucción que provocaron, menos graciosos resultan aún.
Sokurov iniciaría con Moloch una serie de retratos fílmicos de líderes totalitarios del siglo XX. Después de Moloch -centrado en Hitler-, seguiría Taurus (2001) -sobre Lenin- y la más reciente Solntse (2005), acerca del Emperador Hirohito. Se trata, repito, de retratos impresionistas, fragmentados, no de biopics en el sentido tradicional, hollywoodense, del término. Lo que vemos en estas películas es una pequeña parte en la vida de estos hombres que vivían en el y por el poder absoluto.
No he podido ver Taurus, así que no puedo hacer el juicio completo sobre esta serie que, hasta donde entiendo, Sokurov podría continuar en cualquier momento (¿centrándose en Stalin, Mussolini, Mao, Fidel?) pero, comparando Moloch con Solntse -que también permanece inédita comercialmente en México- me parece evidente que la primera desmerece no tanto en su virtuosa ejecución visual sino en su planteamiento dramático.
Estamos en el retiro bávaro hitleriano de Berchtesgaden, a inicios de 1942, pocos meses antes de la crucial derrota del ejército nazi en Leningrado. En ese imponente castillo rodeado de bosques, riscos, nubes y niebla -como de escenario de película de montaña con Leni Riefenstahl- una saludable y alegre rubia, Eva Braun (Yelena Rufanova), se pasea completamente desnuda por la terraza de su habitación, esperando la llegada del molón, voluble e histérico "Adi". O sea, Adolf Hitler (Leonid Mozgovoy). Ese mismo día llega el chaparrín que parecía una pésima copia de Chaplin, con todo y su bufonesco séquito: el malévolo flacucho Goebbels (Leonid Sokol), su aristócrata mujerona Magda (Yelena Spiridonova) y el sudoroso/apestoso achichinque Martin Bormann (Vladimir Bogdanov).
Visualmente, la cinta es fascinante. La cámara de Aleksei Fyodorov y Anatoli Rodionov nos muestran un escenario pictórico absorbente, con paisajes romantizados, cual pintura inglesa del siglo XIX. Sin embargo, lo más interesante no es la oscura belleza de los escenarios naturales sino el trabajo fotográfico en interiores, con Sokurov echando mano de un estilo de encuadre tipo "tableau", del cual ha escrito tanto y tan bien David Bordwell en sus libros y en su blog. Lo que hace Sokurov en esas escenas de interiores, montadas por una serie de tomas largas, es un virtuoso manejo de los actores dentro del encuadre -vea usted cómo se mueven- y de la cámara misma, que se acerca o se aleja con tranquilidad, sin llamar la atención sobre sí misma. La composición visual de cualquiera de estas escenas es una auténtica master-class de lenguaje visual para cualquier cinéfilo que se precie de serlo.
Es en la trama en la que Moloch sale mal parado -aunque, yo que sé, en Cannes 1999 este filme ganó el premio a Mejor Guión. La idea de Sokurov fue no tanto humanizar al monstruo sino ridiculizarlo, algo que Chaplin ya lo había mejor y antes que nadie. Así, "Adi" es visto como alguien que merece más nuestra burla que cualquier otra cosa: sin venir a cuento se avienta sermones interminables sobre las bondades del vegetarianismo, afirma porque sí que todos los finlandeses están locos y que a los checos les crecen los bigotes hacia abajo porque descienden de los mongoles, se aleja a cagar a campo abierto a la mita de un pic-nic en las heladas montañas de Baviera, le confiesa a Eva Braun que se siente como un cadáver cuando no tiene una audiencia frente a él, se hace el loco cuando alguien trae a colación el campo de exterminio de Auswitchz -algo que, al parecer, hacía continuamente: alegar ignorancia con respecto al Holocausto judío- y hasta se deja corretear y patear por su rubia superior, Fraülein Braun, cual Hitler salido de un viejo sketch de Mel Brooks.
Esta ridiculización extrema de Hitler y su séquito -menos Eva Braun, quien es mostrada aquí como una mujer devota, digna, aunque moralmente ciega y sorda- llega a ser tediosa porque no hay cambio alguno en el tratamiento de los personajes. Pasamos con ellos unas cuantas horas, pero ese tiempo no resulta particularmente interesante: estos tipos son meros bufones y ninguno de ellos es, además, gracioso. Y si pensamos en la destrucción que provocaron, menos graciosos resultan aún.
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