Hasta los dientes



Durante varios años he leído más o menos la misma versión del mismo boletín: elementos del ejército mexicano (o de la policía federal, en su defecto) realizaban algún rondín por las calles de Culiacán y, al pasar frente a una casa, unos individuos sospechosos se mostraron visiblemente nerviosos, por lo que los soldados bajaron de sus unidades de inmediato; al ver esto, los presuntos malandros corrieron al interior de la casa de seguridad, ofreciendo resistencia a balazo limpio -aunque en otras versiones puede ser que se hayan entregado sin disparar tiro alguno. Al final, el resultado es el mismo: las fuerzas de seguridad nacionales se cubrieron de gloria, deteniendo -o abatiendo- a los malandrines que pululan en nuestro país.

Es decir, uno debe creer que los delincuentes en Culiacán -y en otras partes de México, claro- gustan de estar en bola frente a sus casas de seguridad y que en cuanto ven un piquete de soldados o una partida de federales les da por correr hacia el interior de su guarida, en lugar de permanecer tranquilos hasta que pasan las autoridades. Por supuesto que esto no suena creíble, pero estamos tan acostumbrados a leer cada determinado tiempo el mismo boletín, que no le damos importancia. Y si alguien murió en la refriega -generalmente los presuntos malandrines- lo natural es encogerse de hombros. Total, uno menos: "en qué andaría", "algo se comió que le hizo daño". 

Esto viene a cuento porque en algún momento de Hasta los dientes (México, 2018), opera prima documental de Alberto Arnaut, uno escucha otra variante del susodicho boletín. La noche del 19 de marzo de 2010, en Monterrey, Nuevo León, dos sicarios que eran perseguidos por miembros del ejército mexicano se refugiaron en el campus del Tecnológico de Monterrey. En la refriega que siguió, dentro de las instalaciones del Tec, los dos delincuentes fueron abatidos. Ningún estudiante, por fortuna, fue alcanzado por los disparos de esos malandrines que estaban armados "hasta los dientes".

Por supuesto, ya sabemos que este boletín -¿como la mayoría de los que leemos?, ¿de plano como todos los que leemos?- tiene poco qué ver con la realidad. Los dos jóvenes abatidos -mejor dejemos el adjetivo neutral: los dos jóvenes asesinados- no eran delincuentes, sino un par de estudiantes becados (con el 90 y 100% de la colegiatura, nada menos) que estudiaban sendos posgrados en el Tec: Francisco Javier Arredondo Verdugo y Jorge Antonio Mercado Alonso.

El documental de Arnaut nos muestra con parquedad estilística -que resulta más eficaz de lo que uno podría haber imaginado- las horas que siguieron al asesinato de los dos muchachos, los intentos de manipulación de las autoridades militares y civiles, el pasmo inicial de los directivos del Tec -el lugar en el que yo trabajo hace más de dos décadas- que aceptaron sin chistar la versión oficial y, después, la reacción de los padres de Javier y Jorge al saber lo que había pasado, la búsqueda de justicia por limpiar el nombre de esos muchachos y, qué dolor, carajo, el recuerdo imborrable del hijo que ya no está presente y que, al mismo tiempo, nunca nos dejará ("Mi hijo... él nos educó a nosotros").

A través de la contundente edición del también guionista Pedro G. García, Hasta los dientes avanza en su narrativa alternando las imágenes de archivo del caso -declaraciones de autoridades, noticias periodísticas del momento- con entrevistas a los familiares de los jóvenes y a un puñado de críticos y reflexivos exaTecs, todo ello (de)construido a partir del minucioso análisis de las imágenes provenientes de las cámaras de seguridad de la institución que, poco a poco, nos van mostrando la verdad: el asesinato del par de muchachos, el criminal tiro de gracia, la vejación de los cuerpos, el "sembrado" de armas para poder redactar el infaltable boletín...

Hasta los dientes termina convertida en la emotiva y naturalista tercera parte de una suerte de trilogía documental sobre la violenta docena trágica (2006-2018) que hemos padecido bajo los regímenes presidenciales de Calderón y Peña. Es decir, el debutante Alberto Arnaut puede colocarse, por derecho propio y sin problema alguno, al lado de directores de la talla de Tatiana Huezo (Tempestad, 2016) y Everardo González (La libertad del diablo, 2017). 

Alguien dirá que ojalá que ningún cineasta tuviera que contar estas historias. Pero hay que hacerlo, y hacerlo bien. Por Javier, por Jorge. Al final de cuentas, por todos nosotros.


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