El hijo de Saúl
“El trabajo libera”, decía un mensaje grabado
en hierro a la entrada del campo de exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau. En
los primeros minutos de El Hijo de Saúl
(Saul fia, Hungría, 2015), impresionante opera prima de László Nemes –ganadora
del Gran Premio del Jurado y del FIPRESCI en Cannes 2015, además del Oscar 2016
a Mejor Película en Idioma Extranjero-, nos queda muy clara la insidiosa
perversidad de esa frase.
En
la toma inicial de El Hijo de Saúl
vemos, en poco más de tres minutos y sin corte alguno, el rostro del Saúl del
título (Géza Röhrig), quien avanza desde el fondo del encuadre, desenfocado,
hasta que llega a un nítido primer plano, en el que vemos cómo hace su horrendo
trabajo cotidiano. Un trabajo que, de ningún modo, lo libera. Más bien, lo
esclaviza.
Saúl es un “sonderkommando”, es
decir, un judío elegido por los administradores del campo de exterminio para
que ayude a las tareas más pesadas e indignas en la llamada “Solución Final”.
Así pues, él es uno de los responsables de navegar a los recién llegados que
acaban de bajar de los trenes, dirigirlos hacia el sitio en donde los van a
“desinfectar”, recoger la ropa que se vayan quitando y, cuando los cientos de
“piezas” –así les llaman los nazis a sus víctimas- han perecido gaseados con el
Zyklon B, debe limpiar el sitio, arrastrar los cadáveres, llevarlos a los
hornos crematorios y, luego, tirar las cenizas en el río más cercano.
Aunque, en realidad, no vemos nada
de esto. O casi nada. Nemes, consciente del desafío ético que implica
representar lo inimaginable –es decir, el Holocausto- dirige la nerviosa cámara
siempre en movimiento de Mátyás Erdély hacia el rostro de nuestro protagonista,
siempre en primer plano o close-up.
No vemos lo que ve Saúl sino lo escuchamos, lo intuimos, lo imaginamos.
Haciendo suyo, en parte, el
imperativo ético del gran Claude Lanzmann y su monumental Shoha (1985), Nemes ha renunciado a convertir el Holocausto en un
espectáculo –pecado mortal de La Lista
de Schindler (Spielberg, 1993)- sino que, elusivamente, nos obliga a
imaginarnos el horror. Durante toda la película somos conscientes de todas las
atrocidades que suceden, pero apenas si las vemos, al fondo del encuadre, fuera
de foco; apenas si las vislumbramos en una esquina; apenas si las escuchamos a
través del inmersivo diseño sonoro de Tamás Zányi.
La horrenda rutina diaria de Saúl se
rompe cuando, después de recoger todas las “piezas” del cargamento más
reciente, ve el cuerpo de un niño que, aparentemente, podría ser su hijo.
Obsesionado por enterrar como se debe al muchachito, Saúl arriesga su vida, la
de varios de sus compañeros y hasta los planes para una inminente rebelión, con
tal de conseguir un rabino que rece el kadish, la obligada oración fúnebre judía,
cual primer y último signo de dignidad entre esas miles de muertes anónimas.
El objetivo de Saúl parece y es
absurdo pero, ¿tiene sentido cuestionar la racionalidad de una decisión cuando
la razón ha dejado de tener sentido? ¿No será que la única forma de sentirse
vivo es recuperar algo de la dignidad perdida enterrando a ese muchachito, sea
o no sea realmente su hijo? ¿No será que, como dijo el poeta, “para enterrar a
los muertos/como debemos/cualquiera sirve, cualquiera… menos un sepulturero”? Y
Saúl ya está cansado de ser eso: un sepulturero.
Comentarios
El final es culerísimo. Peor que el de Amour de Haneke, en aquel por lo menos había humanidad. Aquí no hay nada, solo la peor escoria de la maldad humana.