Pídala Cantando/LXII
El lector habitual de este blog, Saúl Baas Bolio, me pidió rescatar lo que escribí en su momento de Golpes del Destino. Acá, abajo, la crítica que pergeñé hace más de una década.
Contra la mayoría de los
pronósticos –incluyendo el mío, que dejé por escrito en REFORMA—Golpes del
Destino (Million Dollar Baby, EU, 2004) ganó el Oscar 2005 por encima de El
Aviador (Scorsese, 2004), la grandilocuente biopic de Howard Hughes. No hay
razón para la queja: aunque en lo personal me parece que la mejor cinta entre
el quinteto de las nominadas era Entre Copas (Payne, 2004), Golpes del Destino
es, con mucho, un filme mucho más satisfactorio que la película scorsesiana.
Y
es que Eastwood ha alcanzado un nivel de depuración artística que no tiene
parangón entre los cineastas del Hollywood contemporáneo: siempre trabajando en
el centro de los géneros más populares (el western, el thriller, el cine de
acción, el melodrama, la biopic), siempre jugando en el terreno de uno de las
más poderosas casas productoras (la Warner), siempre usando rostros conocidos y
respetados (Freeman, Hackman, Costner, Streep, Penn, Robbins, él mismo…),
siempre echando mano de un estilo narrativo limpio, clásico, deudor de los
grandes maestros autores/artesanos (Ford, Hawks, Huston, Siegel, Aldrich et al)
que ni teorizaban, ni presumían, ni le echaban mucha crema a sus tacos: sólo
hacían cine.
Filmada en poco más de un mes, he aquí la
sentimental opus 25 dirigida por Eastwood, la historia de una luchona
treinta-añera “white-trash”, Maggie Fitzgerald (la oscareada Hillary Swank),
que encuentra la vereda del éxito en el boxeo femenino, entrenada por el seco
Frankie Dunn (Clint himself), el hosco dueño de un gimnasio de mala muerte.
Dunn es un buen entrenador, pero demasiado precavido: tiene miedo de llevar
demasiado lejos a sus pupilos, tiene miedo del posible fracaso, tiene miedo de
entablar una relación que vaya más allá del ring… Por eso, cuando Maggie llega
al gimnasio de Frank para pedirle que la entrene, ya sabemos lo que va a
seguir: la negativa del reservado lector de Yeats, la terquedad de la
optimista-a-toda-prueba Maggie, la ayuda del sabio afanador negro Scrap (el
otro oscareado Morgan Freeman), la refunfuñante aceptación de Dunn para
entrenar a Maggie, el meteórico ascenso a la fama por parte de la ilusionada
muchacha…
Durante
las dos terceras partes de la cinta, Golpes del Destino –que gacho título en
español, la verdad—es muy similar a los melodramas boxísticos del Hollywood de
ayer (Ciudad Dorada/Huston, 1972) o anteayer (La Caída de un Ídolo/Robson,
1956), sea en la crónica de la corrupción del medio, sea en el retrato de la
inevitable violencia del box, sea en su protagonista inocente que a base de
esfuerzo (y de dientes rotos, riñones vapuleados, nariz desviada…) va escalando
peldaño tras peldaño… hasta llegar al combate final, decisivo.
En
la última parte de la película la historia cambia de piel. Lo que parecía un
espléndido melodrama deportivo, bien dirigido, mejor actuado pero, al final de
cuentas, bastante convencional, se transforma en una honda meditación sobre la
muerte, la vida, y el sentido de ambas. De improviso, los personajes –Frank,
Maggie, Scrap y hasta un semiretardado aprendiz de boxeador encarnado por Jay
Baruchel—se muestran no como un grupo de previsibles clichés dramáticos, sino
como perfectos medios para que Eastwood, el cineasta, dialogue con nosotros
acerca de la muerte, la vejez, el amor y lo que significa estar vivo: tener
algo en qué soñar, sea el triunfo, sea la lucha, sea el encontrar un perfecto pay de
limón.
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