Shoah



"Es una cinta imprescindible, es una obligación verla". Este tipo de frases, ideal para vender cualquier filme -sea el último reboot del Hombre Araña, sea De entre los Muertos (Hitchcock, 1958), la recién electa mejor película en la historia del cine según Sight and Sound-, siempre me ha parecido chocante. Y, sin embargo, esta vez la voy a usar: si existe una película que merece que le cuelguen esa característica de obligatoriedad, esa obra es Shoah (Ídem, Francia, 1985), ese monumental filme documental de más de 9 horas de duración, dirigido por Claude Lanzmann.
En alguna ocasión, Kubrick discutió en una entrevista la dificultad de hacer una película sobre el Holocausto. Kubrick apuntaba que le había parecido imposible hacer un filme de ficción sobre ese tema. Cuando el entrevistador le recordó que hacía poco Spielberg había dirigido La Lista de Schindler (1993), Kubrick contestó, palabras más, palabras menos: "No, Spielberg hizo una película sobre 600 judíos que se salvaron, no sobre los 6 millones que murieron".
Shoah es, hasta cierto punto, esa obra que no pudo hacer Kubrick: una película que trata sobre esos seis millones que murieron baleados/gaseados/quemados/hacinados y que, al mismo tiempo, en una audaz decisión ética/estética -¿la más arriesgada en la historia del cine?- se niega a hacer una representación visual de ese horror. En efecto, a excepción de una fotografía que el propio Lanzmann trae en la mano y que le muestra a un exnazi convertido en vendedor de cerveza, durante las nueve horas que dura el filme no hay una sola imagen de los muertos, ni un solo filme de época, ni un solo audio de archivo. Y es que, ¿cómo mostrar el horror? ¿Es válido recordar a esos millones de seres humanos con las fotos de cadáveres apiñados en una fosa común? ¿Para qué rescatar las imágenes de los noticieros de la época, con los sobrevivientes de los campos de concentración/exterminio convertidos en piltrafas humanas?
Lanzmann toma otro camino: viaja por varias ciudades de Europa, Estados Unidos e Israel y, a veces con una traductora, a veces él solo -habla fluidamente inglés, francés y alemán-, empieza a preguntar. Y pregunta una y otra vez. Y pregunta de nuevo. Y pregunta hasta que le duele al que responde, al propio Lanzmann y a uno como espectador. Los entrevistados son las víctimas sobrevivientes (judíos polacos, checos, griegos y de otras nacionalidades), los victimarios que accedieron a hablar o que fueron grabados a escondidas (exSS, oscuros burócratas nazis), varios testigos polacos que vivían cerca de los campos de exterminio -en Treblinka, Auswichtz-Birkenau, Sobibor, Chelmno y Belzec-, un devastado activista del gobierno de Polonia en el exilio -quien subraya que los aliados supieron desde mediados de 1942 del exterminio masivo de judíos- y un personaje notable, que ayuda a contextualizar el horror que escuchamos (y que nunca vemos): el historiador de mirada penetrante Raül Hilberg, quien lúcidamente, en un par de intervenciones, explica con meridiana claridad qué elementos retomaron los nazis del antisemitismo histórico y en qué exactamente fueron originales: en la famosa "solución final".
La cámara, manejada por cuatro cinefotógrafos, toma a Lanzmann y a sus entrevistados a la distancia, algunos de ellos recorriendo escenarios que quisieran olvidar -el "niño cantor" Simon Srebnik, que regresa a Chelmno 47 años después a recibir abrazos y, de pasada, velados reproches antisemitas-, algún otro en su chamba cotidiana -el peluquero Abraham Bomba que, mientras corta el cabello de un cliente, narra una anécdota devastadora-, otro más confesando su infructuoso intento de sacrificio -Filip Müller, sobreviviente de Auswichtz, quien fue expulsado de las cámaras de gas "para que contara todo lo que estaba viendo"-, todos ellos, incluyendo los victimarios -como el articulado exSS Frank Suchomel, asignado a Treblinka-, diciendo una y otra vez que lo que vivieron, lo que vieron, lo que hicieron, "no se puede contar", que "no está bien hablar de eso", que no se entiende "cómo pudo pasar", que "no lo podía creer". Y, sin embargo, todos ellos hablan, hablan y vuelven a hablar, sea porque son empujados por Lanzmann, sea porque el cineasta les da espacio para hacerlo -el caso de los múltiples testigos polacos- o, como en el caso del alegre sobreviviente Mikael Podchelbnik ("Cuando uno vive tiene que sonreír"), porque se sienten obligado a hacerlo. Alguien tiene que hablar y Lanzmann y su equipo están ahí para escuchar pacientemente.
Pero no crea usted que todo Shoah es un desfile interminable de cabezas parlantes. Nada de eso: además de que las entrevistas son en distintos lugares y los entrevistados están en diferentes circunstancias, en muchas ocasiones la cámara de Shoah se pierde en los bellísimos bosques de Sobibor mientras un sobreviviente describe lo que sucedía en ese lugar ("Aquí se cazaban hombres") o visita los restos de lo que fueron Treblinka, Belzec o Auswichtz, descritos por el memorioso exSS Suchamel como "cadena de muerte", "laboratorio" y "fábrica", respectivamente. Así, las voces de los testimonios que recuerdan el pasado se escuchan en off, mientras en la pantalla vemos las imágenes del presente derruido, destruido, enterrado.
Lanzmann no intenta establecer cronología alguna. Pasa de un campo de exterminio a otro, de los bosques de Sobibor a Treblinka, de la lectura de un memo dirigido a la compañía automotriz Saurer sobre cómo mejorar los "camiones de gas" al devastado/devastador testimonio de un miembro de la Resistencia polaca que recuerda, lloroso, la primera vez que entró al ghetto de Varsovia... La intención de Lanzmann es temática, nunca exhaustiva, aunque uno termine, después de nueve horas y media, exhausto: de asco, de dolor, de miedo, pero también de atestiguar la entereza, la fuerza y el valor de esos que no quieren hablar, pero hablan; de esos que no tendrían por qué sonreír, pero sonríen; de esos que no deberían tener esperanza alguna, pero qué remedio, la siguen teniendo pues "el que quiere vivir está condenado a la esperanza". Porque hay que vivir, aunque duela hacerlo.

Comentarios

Anónimo dijo…
Paciencia y estómago es lo que hay que tener para ver este documental. Queda para la polémica la forma en cómo hizo este trabajo, es decir, presionando a algunos testigos para que den su testimonio, el decirle al agente nazi que no lo grabará y lo hace con una cámara oculta. Un documental obligado, sin duda.

Max
Max: En efecto, el cómo hizo el documental y las decisiones que tomó para hacerlo ya son el tema de otro documental.

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