Mi Felicidad
Vi Mi Felicidad (Schastye moe, Alemania-Ucrania-Holanda, 2010), primer largometraje de ficción del documentalista nacido en Bielorrusia y con ciudadanía alemana Sergei Loznitsa, en los últimos días del año pasado y, cuando terminé de verla, tuve que cambiar mi lista ya terminada de lo mejor del 2011. Esta road-movie en la que el espectador es obligado a seguir por el mismo camino pero a cambiarse de auto -Scott Tobias dixit- transmite, por una parte, una desesperanza existencial abrumadora y, por otra, resulta ser un intoxicante haz de relatos en los que caben episodios diversos, un par de flashbacks, digresiones varias y un final que termina amarrando todo lo que hemos visto y sufrido. De alguna manera es como si Raúl Ruiz hubiera realizado una versión de horror de su obra maestra definitiva y última Misterios de Lisboa (2010).
En alguna ciudad de la Rusia contemporánea. Después de un ominoso prólogo que servirá como advertencia aislada de lo que a continuación veremos -el cadáver de un tipo es sepultado bajo una capa de cemento en una obra en construcción-, el joven chofer de un camión de carga, Georgy (Viktor Nemets), es detenido en un atrabiliario retén (¿mexicano?) en el que un par de guardias se dedican a extorsionar a quien se deje. En un descuido de los ojetes cuicos, el muchacho toma la carretera, no sin antes darle un aventón a un sombrío anciano (Vladimir Golovin) que le cuenta una historia de abuso que él mismo sufrió siendo un joven teniente (Aleksey Vertkov) de regreso de la Gran Guerra Patria. Este "flash-back" -y otro más, aparentemente desconectado de la trama principal que veremos en la segunda parte del filme- terminarán imponiendo el tono general de Mi Felicidad: la Rusia de antes, la de ahora, la de la ciudad, la del campo, la de la autoridad, la del hombre de la calle, es un infierno de injusticias, caos, violencia, muerte, que se alimentan una de otras, encabalgando una atrocidad del pasado con otra del presente, provocando que la injusticia perviva, soberana, en el tiempo y el espacio. Rusia como la nación que devora a sus hijos y que permite que se devoren entre ellos.
Así, a través de ocho episodios, algunos de ellos protagonizados por Georgy, otros por personajes que se va encontrando en el camino -una prostituta adolescente (Olga Shuvalova), tres ladrones, la mujer que recoge a un catatónico Georgy, un chofer parlanchín y de vuelta al retén del inicio con otras víctimas del abuso policial-, vemos el rostro deforme de una sociedad profundamente corrupta en la que la única oportunidad de sobrevivir es, acaso, el mantra que repite el chofer hablantín del final: "No interfieras, no interfieras". Pero, por supuesto, ni siquiera nadar de muertito lo puede salvar a uno en un mar infestado de tiburones.
Loznitsa prefiere la cámara en mano y la toma extendida -efectiva foto de Oleg Mutu, de la ola rumana del nuevo siglo-, lo que termina imponiendo un regusto documental, secamente realista, a esta serie de desamparos e injusticias que no finalizan ni finalizarán nunca. Sólo se extinguen en la oscuridad de la noche, esperando continuar en otro sitio, en otro lugar, mañana o pasado mañana.
Comentarios
Las 'tragedias' rusas me atraen especialmente y Mi Felicidad suena magnífica. Ojalá le dieran corrida comercial. ['Elena', otra historia rusa, fue un gran hallazgo para mí en la pasada Muestra Internacional de Cine].
Saludos