En la Ciudad Blanca



El octavo largometraje de Alain Tanner, En la Ciudad Blanca (Dans le Ville Blanche, Suiza-Portugal-GB, 1983), es una suerte de temprana cinta-summa del mayor cineasta que ha dado al mundo la cinematografía suiza -sí, ya sé, Godard también es suizo, pero su filmografía ha sido realizada en Francia y, además, al último Godard no lo soporto. Como en muchas de las cintas anteriores de Tanner, el personaje central de En la Ciudad Blanca viaja aunque, como escribió en su momento Ayala Blanco en A Salto de Imágenes (Ed. Posada, 1988), se trata esta vez de un "viaje estático".
El protagonista, un marino y mecánico suizo llamado Paul (Bruno Ganz, fluido en cuatro idiomas: francés, inglés, portugués y alemán), llega a Lisboa, la ciudad blanca del título, baja de su barco ("una fábrica flotante llena de locos") y sin explicación alguna -no de la película, no del personaje a su esposa allá en Suiza (Julia Vonderlinn), no de él a su amante portugesa (Teresa Madruga), ni siquiera a sí mismo- se queda a vivir en un cuarto de un hotelito, se enamora de una guapa milusos, se pelea en un bar nomás porque sí, se deja robar y luego apuñalear a lo baboso, y luego, acaso agotado de deambular y agotada la ficción estática, decide regresar a Suiza después de vender su objeto más preciado, el único que lo define, el único con el que ha podido aprender/aprehender todo lo que le rodea: su pequeña cámara de Súper 8 con la cual ha captado imágenes de sí mismo, de su amante, de la ciudad, del mar, para enviarlas religiosamente a la mujer que lo sigue esperando en Suiza.
En el momento del estreno, leo en el inagotable segundo tomo del World Film Directors 1945-1985 (Ed. John Wakeman, 1988), que el influyente cinecrítico David Robinson -uno de los defensores más férreos del cine de Tanner, por cierto- se quejaba abiertamente de En la Ciudad Blanca, pues las reflexiones sobre "la libertad y el entrampamiento", tan caras a toda la obra de Tanner, se sienten aquí, dice Mr. Robinson, "sin dirección, como el personaje mismo". Más aún: el peregrinar (estático, diría Ayala Blanco) del Paul de Bruno Ganz terminará siendo "frustrante, como una exploración hacia ningún sitio".
"Sin dirección", "frustante", exploración en ningún sitio"... Esto mismo podría escribirse de cualquier slow-movie contemporánea -¿será el filme de Tanner el padre putativo de todo ese cine?- pero no, para nada, de En la Ciudad Blanca. Aunque ciertamente la trama simple y lineal denota las condiciones únicas en las que fue realizada -filmada en el orden en el que la vemos, con un guión escrito en un día, con improvisaciones constantes-, el tema no es tanto por qué se queda Paul a vivir en Lisboa ni tampoco lo que hace sino lo que ve. O, mejor dicho, cómo lo ve. 
Al inicio de estas líneas escribí que estamos, acaso, ante la temprana cinta-summa de Tanner. En efecto, Paul no es su primer personaje que viaja a ningún lado (la pareja burguesa de El Retorno de África/1973 ya lo había hecho antes) ni, tampoco, el primer personaje atrapado en su propia travesía (las muchachas de Messidor/1979 ya había pasado por ahí). Y ni hablar de la similitud de Paul con otros tantos personajes tannerianos en búsqueda de su libertad. Pero hay otros elementos, estilísticos, que se repiten a lo largo de la obra del cineasta suizo, en concreto en su puesta en imágenes, conformada aquí por innumerables tomas extendidas de más de 30 segundos, su negativa al campo/contracampo convencional y su inclinación por la cámara fija con la acción ocasional fuera del encuadre, al modo de su tan admirado Ozu -y, si se quiere, a la manera también del contemporáneo Woody Allen de los 80.
Tanner mismo, en su juventud, fue marinero como Paul, y algo hay de él en su desesperación por no encontrar las palabras precisas para comunicarse ("No puedo escribir", le dice Paul a su mujer suiza, y prefiere mandarle su diario visual en Súper 8). Es claro que la opción de Paul de hacer de su vida cine es la decisión vital del propio Tanner, marinero y economista que dejó todo para dedicarse a hacer/ver/estudiar/preservar cine y que, al modo del obseso aprendiz de cineasta de El Aficionado (Kieslowski, 1979), ya no puede ver el mundo sino a través de la cámara. 
Así, en el desenlace, se nos indica que el viaje de Paul es, en efecto, estático, como lo bautizó Ayala Blanco: incluso ya sin su camarita de Súper 8 -la vendió para comprar su boleto de regreso a Suiza-, Paul voltea a ver a su bella vecina de asiento en el tren y, de inmediato, la imagen objetiva de 35 mm. de la película que estamos viendo cambia a la visión subjetiva de Paul/Tanner en 8 mm. Paul, pues, hace cine incluso sin su cámara. Lo hace en su cabeza; ahí mismo es donde viaja y ahí se queda, estático, cual mágico axolotl cortazariano.

En la Ciudad Blanca se exhibe hoy en el IFAL a las 18 y 20 horas.

Comentarios

Unknown dijo…
Poder hacer una cinta-summa, no es cualquier cosa. En efecto.
Pero hacer cintas sumas toda la vida es lo que parecería fácil en cineastas como el suizo (los suizos, aunque el irritante viejo del barco hundido pareciera decirnos lo contrario) o los alemanes, algún chino y, por supuesto, el desaparecido Theo.
Qué bueno que el cine sigue perviviendo, y permeando, los óxidos solares de la mirada.

Buen dia
Christian dijo…
futs! gran reseña...
Fritzio: Como de costumbre, gracias por tu generoso comentario.
Unknown dijo…
cuando no hay más que amor por el cine...

abrazo

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