La boda de Valentina
Hacia el final de La
boda de Valentina (México, 2018), segundo largometraje como cineasta del
prolífico productor Marco Polo Constandse (segmento “Robo” de Los inadaptados/2011, terrible pero exitosísima
Cásese quien pueda/2014), el dolido
y rechazado Ángel (Omar Chaparro), se encuentra, como dijera algún compositor nacido
en Guanajuato, tomando “en el rincón de una cantina”, cantando a rin pelón un
auténtico clásico que, por estos días, cobra más significado por el estado de salud
de su famoso intérprete. Me refiero a “El triste”, que canta un lloroso y briago
Ángel acompañado de los camaradas borrachales que no faltan en este tipo de
escenas.
Este
momento –y alguna otra secuencia que sucede en una arena de lucha libre- es lo
único medianamente rescatable de la comedia nacional del momento que, hasta
donde sé, terminó en el primer lugar de espectadores –aunque en segundo lugar
de ingresos- en su primer fin de semana de exhibición.
La
Valentina del título (guapa Marimar Vega) es una mexicana que trabaja en Nueva
York en la poderosa fundación de su futura suegra Melanie Tate (Kate Vernon). Valentina
H. González se ha comprometido con el noble pero descafeinado Jason Tate (Ryan
Carnes) quien, cliché obliga, desea conocer a la familia de su novia que, por
alguna razón, ella quiere mantener alejada. Pronto sabremos por qué: la “H” de
su nombre es, en realidad, la letra de su primer apellido, Hidalgo, la familia
más corrupta del país o, por lo menos, de la Ciudad de México.
Obligada
a viajar a Chilangolandia para resolver una transa en la que fue involucrada
por su familia, Valentina se re-encontrará con su antiguo novio Ángel, y tras
ella irá su prometido gringo Jason, que se las huele que está perdiendo a su
voluntariosa novia.
La boda de Valentina es, como la
anterior cinta de Constandse, una re-marriage
comedy que, por lo menos en esta ocasión, logra construir un personaje femenino
más fuerte, seguro de sí mismo y que toma decisiones, por más nefastas que nos
puedan parecer. Para bien o para mal, es un paso adelante del personaje que
interpretó Martha Higareda en Cásese quien pueda, sin duda alguna.
Lo
triste del asunto es que esta re-marriage
comedy –acaso el subgénero más claramente progresista dentro de la comedia hollywoodense,
desde los tiempos de Sucedió una noche
(Capra, 1934)- nos termine entregando un desenlace tan conformista. Me explico:
es creíble que Valentina tome, al final de cuentas, la decisión más típicamente
mexicana y, por ende, conservadora. Es decir, que elija el clan –corrupto,
irresponsable, cínico- por encima de una nueva vida, alejada de la posibilidad
de que le avienten “mierda en la cara”. Vaya, la decisión de ella es hasta
realista. Pero, ¿tenían que acompañar los guionistas y el director esta
posición de su personaje protagónico? ¿Tenían que aplaudirlo? Supongo que sí,
porque parafraseando al futuro oscareado Guillermo del Toro, “es que somos
mexicanos”.
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