62 Muestra Internacional de Cine: Yo, Daniel Blake
Hace unos días inició en la Cineteca Nacional de la
Ciudad de México la 62 Muestra Internacional de Cine con la exhibición de 14
cintas, algunas de ellas exhibidas y/o premiadas en los más grandes festivales cinematográficos del años pasado. Este es el caso de Yo Daniel Blake (I, Daniel Blake, GB, 2016), ganadora de la Palma
de Oro en Cannes 2016, del Premio Ecuménico en ese mismo festival, además de otros
muchos galardones –Mejor Película Británica en los BAFTA 2016, Mejor Película
Extranjera en los César 2016, Premio del Público en San Sebastián 2016.
Se trata de la
más reciente obra del veteranísimo y prolífico Ken Loach, acaso el más
combatiente y militante –y seguramente el mejor- de todos los cineastas de
izquierda contemporáneos. En efecto, a lo
largo de toda su carrera –iniciada hace 50 años con el clásico Pobre vaca (1967)-, Loach ha estado
siempre del lado de las clases populares, de los obreros, los trabajadores, los
desprotegidos, los aplastados, los rechazados, pero también de los
revolucionarios y en los dos lados del Atlántico, sea en España (Tierra y libertad/1995) o Nicaragua (La canción de Carla/1996).
Estamos
en Newcastle. Mientras los créditos iniciales avanzan, escuchamos la voz de una
“profesional de la salud” que interroga a quien será nuestro protagonista, el
carpintero viudo Daniel Blake (el comediante Dave Johns en un papel no exento
de elementos de comedia) quien como está enfermo del corazón –su médico le ha
ordenado dejar de trabajar-, tiene que tramitar su incapacidad laboral ante la
burocracia británica. La persona que lo está interrogando le hace toda cantidad
de preguntas –que si puede levantar la mano, que si puede mover los dedos, que
si puede caminar de aquí para allá- pero ninguna de ellas tiene que ver con sus
problemas cardíacos.
Días después, Blake recibe el diagnóstico por escrito:
el Estado no puede pagarle la incapacidad porque la “profesional de la salud”
que lo atendió –que no era doctora, por supuesto-, ha dictaminado que sí está
en condiciones de chambear. Cuando el tipo logra finalmente hablar con alguien
en el call-center de los servicios de
salud –después de casi dos horas de espera-, se entera que no puede apelar el
dictamen respectivo porque oficialmente no ha sido enterado de él. Es decir, se
supone que primero alguien debió haberle hablado por teléfono para avisarle del
resultado de su petición y después debió haberle llegado la carta respectiva.
Cuando Blake le dice al empleado que entonces le pase por favor a la persona
que hizo el dictamen para que ella le avise oficialmente de algo que ya sabe -que
su solicitud ha sido rechazada-, el “asesor telefónico” le dice que no está
autorizado a hacer eso.
El
filme de Loach tiene sus mejores momentos cuando somos testigos de la espiral
de sinsentido burocrático que tiene que enfrentar el protagonista, una suerte
de Catch 22 del siglo XXI en el que no
puede trabajar por cuestiones de salud, no le dan la incapacidad porque un
burócrata dictaminó que no la debe recibir y tampoco puede solicitar su seguro
de desempleo, pues tiene que demostrar que está buscando chamba (pero, ¿cómo va
a buscar chamba si su médico le ha dicho que no puede trabajar?).
El
guion del colaborador habitual de Loach, Paul Laverty, no rehuye los clichés,
pero incluso cuando estos aparecen –en especial, con la historia paralela de la
joven madre soltera londinense (guapa Hayley Squire) con sus dos hijitos en
ristre- no sirven para el mero chantaje sentimental sino para expandir el ethos en el que se mueve el
protagonista, ese tipo decente que no está pidiéndole limosna a nadie. Ni
siquiera a nosotros, los espectadores.
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