Cuéntamela otra vez/XXXVI
Ante el estreno de Éxodo: Dioses
y Reyes (Exodus: Gods and Kings, EU-GB-España, 2014), me di a la tarea de volver a ver Los Diez Mandamientos (The Ten Commandment, EU, 1956), la última
cinta dirigida por el legendario Cecil B. DeMille, uno de los fundadores de
Hollywood.
No había
vuelto a ver Los Diez Mandamientos completa desde mi infancia, cuando la
programaron en alguno de aquellos inolvidables ciclos de filmes clásicos
presentados por PECIME. La cinta, de
casi cuatro horas de duración, fue la película número 80 en la extensa carrera
de DeMille, que inició en 1914 con The Squaw Man, el primer largometraje
filmado en Hollywood.
Para cuando dirigió Los Diez Mandamientos, DeMille había gozado de casi dos décadas
de éxitos taquilleros ininterrumpidos, trabajando para la compañía que él mismo
fundó –la Paramount Pictures- aunque con una libertad inusitada para esa época:
contaba los recursos económicos que quisiera y nadie osaba ponerle condiciones.
Es cierto que la crítica lo destrozaba una y otra vez desde hacía mucho tiempo,
pero eso al gran público le importaba muy poco. De hecho, desde El Llanero (1937) –un sólido western,
de lo mejor que hizo DeMille en toda su carrera- el cineasta no había conocido
el fracaso económico.
Ahora bien,
después de volver a ver Los Diez
Mandamientos, es imposible no coincidir con los más acérrimos críticos de
DeMille: su puesta en imágenes es completamente anacrónica, incluso para los
años 50. Los personajes permanecen la mayor parte del tiempo tiesos, posando
para la cámara, en un estilo proveniente de los años 10 y 20, pero sin el
dinamismo que otros cineastas de esa época –o de los propios años 50- le
estaban imponiendo a esa estética, conocida como tableau. Bajo estas
condiciones, la mayoría de los intérpretes posan, no actúan, pero ese estilo encaja
a la perfección tanto con Yul Brynner como con Charlton Heston, quienes
encarnan a los hermanos de crianza enfrentados: el soberbio faraón Ramsés II y
el liberador del pueblo hebreo Moisés.
Con todo, debo
confesar que durante las casi cuatro horas de duración de la cinta no me aburrí
un instante. Ya sé que el aburrimiento –o la falta de él- no es una categoría
estética, pero qué quiere: Heston domina la pantalla de principio a fin
–deberían haberle dado un Oscar por no ganarle la risa cuando aparece con las
barbas de algodón del final-, Brynner es un gran antagonista, Anne Baxter roza
la autoparodia como la ganosa/rencorosa Nefretiri y Edward G. Robinson se roba
cada escena en la que aparece como el idólatra villano Dathan, quien sonsaca a
los hebreos para que dejen de adorar a Dios y lo sustituyan por un becerro de
oro, mientras Moisés está en el Sinaí, recibiendo los diez mandamientos
escritos en piedra por el mismísimo dedo flamígero del Señor.
La orgiástica
secuencia de la idolatría es de lo mejor de la cinta, con la música, el relajo,
los colores y las guapotas mujeres enseñando piernón loco. Estos minutos, de
hecho, presumen un dinamismo del que el resto del filme carece. Tratándose de
DeMille, esto no es nada extraño: en su mejor época como cineasta –que fue en
los años 20-, el director realizó una serie de comedias y melodramas que
mostraba la degradación moral de sus personajes quienes, por supuesto, hacia el
final eran debidamente castigados o se arrepentían de su mal comportamiento, volviendo al redil.
Se trataba de
una fórmula perfecta: DeMille mostraba –hasta donde el Código Hays lo permitía-
escenas de sexo, juego, alcohol o infidelidad marital, para luego castigar a
los pécoros personajes. Así cumplía con todos: con el espectador ávido de morbo
y con el pío espectador que quería ver cualquier desviación moral castigada.
Por supuesto,
las más de las veces, el espectador morboso y el espectador pío son la
misma persona. Así lo intuyó DeMille porque así fue él en su vida privada. Pero
eso es otra historia. Más interesante, incluso, que Los Diez Mandamientos.
Y a todo esto, ¿cómo hacer una épica bíblica en
estos descreídos y escépticos tiempos? Ridley
Scott tiene la respuesta. O tiene una respuesta, en todo caso. El director de la nueva versión fílmica
del segundo libro de la Biblia, sabe cómo recrear de forma genuinamente
espectacular el mundo antiguo –recuérdese la Roma imperial de Gladiador (2000) y la Edad Media de Cruzada (2005)- por lo que
no es de extrañar que use de manera tan eficaz el CGI para mostrarnos el Egipto de los faraones en todo su esplendor. Y ni se diga cuando el Mar Rojo se abre
para permitir la huida de los hebreos o, antes, cuando Dios lanza sus diez
plagas contra Ramsés II (Joel Edgerton) y su pueblo, a saber: los cocodrilos gigantes
comiendo gente –eso no está en la
Biblia, pero así se explica que las aguas del Nilo enrojezcan-, la lluvia de
ranas, el granizo, las langostas, Peña y la Gaviota, etcétera.
Más allá de la espectacularidad, la cinta se sostiene también por un par de brillantes
decisiones contenidas en el guion firmado por cuatro personas, entre ellas el
ganador del Oscar, Steven Zaillian. La primera consiste en que la cinta no
inicia con la consabida historia de Moisés flotando en una canasta en la
inmensidad del Nilo, sino con un Moisés adulto (un muy serio Christian Bale), quien
no solo es el general preferido del Faraón Seti (John Turturro), sino el mejor
amigo y hermano de crianza del futuro emperador, Ramses II.
Así,
de un plumazo, Scott y sus guionistas nos ahorran el largo prólogo
melodramático del origen del liberador de los hebreos, para dejarnos, in media res, en el centro de la acción,
en una feroz batalla entre los egipcios y los hititas, en la que el audaz,
claridoso y escéptico general Moisés le salva la vida al futuro emperador
Ramsés II, lo que hará que el lazo de amistad/rivalidad entre los dos sea aún
más profundo.
La
segunda decisión me parece aún más brillante. En lugar del arbusto ardiente que
dicen las Sagradas Escrituras –y Cecil B. DeMille- que fue el medio por el que
Dios se comunicaba con Moisés, Scott, sus guionistas y la encargada del casting
eligieron a un niño (Isaac Andrews) como la voz e imagen del Creador. No se
trata exactamente de un ángel, sino de una provocadora interpretación de la
divinidad del Antiguo Testamento, entendida como si fuera un chamaco caprichoso
y cruel, que siempre quiere que se hagan las cosas a su modo y si no es así,
pobre de la humanidad entera.
Los
encuentros entre Moisés y Dios son de lo mejor de la cinta, pues el Moisés de
Scott/Bale no es el hombre pío convencido de su gran misión, ni el personaje
mayestático que tan bien interpretó Charlton Heston hace más de 60 años. Este
Moisés es un hombre confundido y rebasado no solo por el descubrimiento de su
origen hebreo –y, por lo tanto, esclavo- sino por su relación con Dios mismo, a
quien le grita, le reclama y hasta le pide que no sea bárbaro, que no haga eso
que ha decidido hacer –es decir, matar a todos los primogénitos de Egipto, por
ejemplo.
Por
supuesto, la cinta tiene no pocos problemas –un desenlace anticlimático y
abrupto, buenos actores (Sigourney Weaver, Ben Kingley) desperdiciados, una
sección (el destierro de Moisés en el desierto) que se alarga en demasía- pero
creo que Scott ha triunfado al final de cuentas.
Éxodo… presume la espectacularidad del viejo Hollywood del siglo
pasado y ciertas audacias argumentales del nuevo siglo que sacuden, para bien,
esta venerable fórmula épica. Es más: si se trata de elegir una versión, me
quedo más con esta de Scott que con la del legendario DeMille. Aunque me acusen de
idólatra.
Comentarios
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Joel: Sí, realmente la única novedad de la cinta.
Champy: Uno piensa: si así realmente es Dios, ya entiendo por qué le ha pasado tantas fregaderas a la humanidad.