56 Muestra Internacional de Cine/IV



El Gigante Egoísta (The Selfish Giant, GB, 2013), segundo largometraje de la artista visual convertida en cineasta Clio Barnard (El Eje, 2010), está "inspirado" -que no basado directamente- en el cuento de hadas homónimo publicado por Oscar Wilde en 1888. Como en esa alegoría cristiana escrita por Wilde, en la película de Barnard hay un hombre gruñón y egoísta, hay varios niños, el espacio permitido/prohibido para el juego y la posibilidad última de la redención.
Lo que no hay en el filme de Barnard es sentimentalismo. Tampoco jodidismo, por cierto. El retrato de las condiciones de sobrevivencia de los protagonistas -los dos niños y el "gigante" del título- se acercan, más bien, al bien conocido realismo social del cine de Ken Loach, aunque sin la clara militancia política con la que suele identificarse a las películas del veterano cineasta inglés. 
Barnard creció en Yorkshire, en el pueblo de Otley, a las afueras de Leeds. Muy cerca, apenas a 13 kilómetros de distancia, se encuentra Bradford, el lugar en el que Barnard ha ambientado sus dos cintas. La primera, El Eje, es un intrépido híbrido entre la biopic y el documental, centrado en la vida y la obra de la joven dramaturga Andrea Dunbar, quien escribió sus vitales piezas teatrales a partir de la reconstrucción/reapropiación de ese ambiente de violencia, alcohol, abuso y promiscuidad en el que vivió en Bradford -y en el que moriría a los 29 años de edad.
Los niños protagonistas de El Gigante Egoísta y el entorno geográfico y social en el que viven son claramente una extensión de los intereses de Barnard ya mostrados en El Eje. Los dos chamacos viven en Bradford, los dos viven en familias pobres y disfuncionales, los dos parecen poseer la reciedumbre de Dunbar. No parece que haya nada que los pueda detener, no parece que haya nadie que los pueda apaciguar.
Arbor (Conner Chapman) y Swifty  (Shaun Thomas) son dos treceañeros ingobernables que no les podría interesar menos ir a la escuela. El primero, sufre -¿o goza?- de déficit de atención e hiperactividad, es altanero y malhablado, y no se queda quieto un instante. El segundo es mucho más tranquilo, aparentemente más dócil, pero igual no muestra la menor vocación por estar entre cuatro paredes: lo suyo es tranquilizar bestias -caballos y a su amigo/compinche Arbor. Expulsados de la escuela, los adolescentes encuentran la mejor forma de hacerse de algunas libras: recoger fierros viejos para ir a vendérselos al abusivo dueño de un yonque, Kitten (Sean Gilder), el "gigante egoísta" del título. Claro que los fierros viejos no son tan bien pagados como los fierros nuevos, es decir, el metal que tienen los cables de alta tensión. El peligro es mortal, pero Kitten ni suda ni se acongoja: los que arriesgan la vida son otros, no él.
Bien ha dicho David Thomson que, más que la sombra de Oscar Wilde, en El Gigante Egoísta domina la presencia de Dickens. En efecto, estos chamacos criados en la calle y el entorno social/económico/emocional/moral en el que crecen parecen provenir de las crónicas de la miseria infantil dickensiana. Sin embargo, no estamos en las cloacas urbanas londinenes, sino en los paisajes abiertos del norte inglés, en ese Yorkshire que igual puede ofrecer hermosas vistas, pero también espacios vacíos, yermos, postindustriales. Muy lejos de esa campiña inglesa idealizada desde siempre, más recientemente en Downton Abbey.
Barnard, a través de la cámara ágil y siempre en movimiento de Mike Eley, privilegia el manejo de un encuadre inestable, inquieto, contagiado por los ires y venires de Arbor. Una puesta en imágenes al servicio de un personaje y una historia que, por más previsiblemente trágica que sea, alcanza a golpear al espectador en el momento preciso. ¿Anoté antes que la sombra de Dickens era más grande que la de Wilde en la película? En el desenlace, creo que es al revés. El Wilde de "El Gigante Egoísta" termina imponiéndose.

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