La Parka
Dentro de unos días se llevará a cabo la 87ma. entrega del Oscar en el que, muy probablemente, los mexicanos Alejandro González Iñárritu, Martín Hernández y Emmanuel Lubezki se llevarán a su casa alguna estatuilla -si no es que más de una, por lo menos en el caso de González Iñárritu. De cualquier manera, se trataría de premios logrados no por el cine nacional sino por mexicanos trabajando en Hollywood.
Es un caso muy diferente con La Parka
(México, 2013), cortometraje de 29 minutos de duración, nominado al Oscar 2015
a Mejor Cortometraje, producido por el Centro de Capacitación Cinematográfica y dirigido por Gabriel Serra, cineasta y fotógrafo de origen nicaragüense, aunque
avecindado en México desde hace varios años.
Desde
el inicio del filme, se nos muestran los trabajos cotidianos en un anónimo
rastro que los créditos finales terminarán ubicándolo en La Paz, Los Reyes,
Estado de México. Las imágenes se van sucediendo sin contexto verbal alguno hasta que llegamos al minuto seis, en el que escuchamos la voz en off de nuestro narrador, “la
Parka” del título, Efraín Jiménez García.
Las
reflexiones del pequeño hombre de mediana edad tienen que ver con su chamba –es
un eficiente y silencioso matarife en el citado rastro, acostumbrado a ejecutar
hasta a 500 toros diariamente- pero también con su visión personal de la vida y
de la muerte. “La Parka” perdió hace tiempo a su padre y a su hermana y, seguramente por el trabajo que realiza, tiene una idea muy terrenal de la vida
después de la muerte: simplemente no existe. No hay gloria alguna, pero sí
infierno: este, en el que todos vivimos.
Las
imágenes son, por fuerza, sanguinolentas, pero la cámara de Carlos Correa logra
algunos momentos de belleza inusual en lo que va capturando. De hecho, si no supiéramos que se trata de una pared
cochambrosa salpicada de sangre, uno podría asegurar que lo que vemos de vez en
cuando en pantalla es alguna pieza de expresionismo abstracto.
Hacia
la última parte del filme, vemos a “La Parka” convivir con su familia. O, más bien,
estar junto a ella. Ve comer a sus hijos en silencio, lo vemos aparte sentado en un sillón. Solo cuando se echa una cascarita de fut en algún parque parece otro, relajado,
sonriente, aunque la cámara insiste una y otra vez en tomar sus manos: las manos
de un verdugo que, nos asegura, nunca matarían a un ser humano. Solo matan animales:
esos seres que de cualquier manera, nos dice Efraín, sienten como nosotros. Lloran al
ver llegar la muerte. Y, en la última escena de la cinta, miran a la cámara
como postrer despedida.
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