El cine que no vimos/XLV
Bueno, para ser estrictos, esta película en particular sí se exhibió, de manera efímera, hace una par de semanas, dentro de la Muestra Internacional de Cine
con Perspectiva de Género. De todas formas, doble contra sencillo que no tendrá corrida comercial, con todo y los premios y la buena prensa que la ha venido acompañando desde su estreno español, a inicios de este mismo. Me refiero a Arrugas
(España, 2011), opera prima del
animador Ignacio Ferreras.
Sobre una novela gráfica española homónima de Paco Roca (“Premio Nacional de Cómic 2008”), he aquí otra revisión cinematográfica, otra más, del inapelable deterioro mental causado por el Alzheimer, un tema que, por la diversidad de visiones/versiones recientes, se está convirtiendo en un ciclo fílmico-temático con todas las de la ley, desde el conmovedor woman’s film Lejos de Ella (Polley, 2006) hasta la sublime crónica del descubrimiento del mundo que propone Poesía (Lee, 2010) o el socarrón autoexamen existencial de LaVersión de Mi Vida (Lewis, 2010). Es inevitable, supongo: en la medida que las sociedades en las que vivimos envejecen, los problemas que enfrentamos son, también, propios de la tercera edad. Así, el cine de la infancia desvalida ha ido siendo desplazado, poco a poco, por el cine de los ancianos solitarios, abandonados, perdidos en el laberinto de su memoria.
Este es el centro de Arrugas, una película animada que si bien técnicamente hablando no es nada del otro mundo, su historia –escrita por cuatro guionistas, entre ellos el propio cineasta y el autor del cómic original- logra el milagro de sostenerse incólume, en un delicado equilibrio entre el humor, el sentimentalismo y la crítica amarga a una sociedad que no tiene espacio para los viejos quienes, tarde o temprano, se convertirán en un estorbo para esos ingratos hijos-nietos-parientes que nunca visitan, que nunca hablan, que nunca vuelven.
Emilio, funcionario bancario en retiro, es dejado en el asilo por su propio hijo, pues ya no sabe qué hacer con los recurrentes viajes hacia el pasado que tiene su padre, quien se imagina que está atendiendo a algún cliente en su oficina. No es el único anciano que se sueña en un mejor lugar: la paranoica Carmiña se cree perseguida por extraterrestres, Doña Rosario se ve a sí misma elegantísima y viajando en el Orient Express, Sol se pasa el día entero buscando un teléfono para decirle a sus hijos que ya vayan por ella… Los viejos que viven en el presente no la pasan tan bien: Antonia se la pasa guardando todo lo que puede en su bolsa (mantequilla, mermelada, galletas) para tener que regalar cuando alguien se digne visitarla, mientras Dolores –que tiene una salud de hierro- ha decidido acompañar en el asilo a su marido de toda la vida, Modesto, quien ya está en manos del Alzheimer.
Usted dirá que esto es demasiado deprimente y sí lo es, aunque no tanto como parece. El compañero de cuarto de Emilio, el trácala argentino Miguel, se encarga no sólo de inyectar humor a la cinta sino a todos a quienes lo rodean. Por supuesto que, como buen pícaro, se aprovecha de todos ellos pero, vamos, por lo menos también los atiende, los entiende. El amor por la vida de Miguel es contagioso, sin ñoñerías ni chantajes de por medio.
Por esto mismo, la escena más conmovedora de la película no será en el asilo, con estos pobres viejos abandonados, sino en cierto recuerdo feliz e irrepetible, cuando un niño le cumplió la promesa a una niña de traerle una nube para que ella accediera a ser su novia. Y, sí, ella accedió: y ahí están, 60 años después, recordando ese momento, venciendo al Alzheimer, venciendo a la muerte, venciendo al olvido.
Sobre una novela gráfica española homónima de Paco Roca (“Premio Nacional de Cómic 2008”), he aquí otra revisión cinematográfica, otra más, del inapelable deterioro mental causado por el Alzheimer, un tema que, por la diversidad de visiones/versiones recientes, se está convirtiendo en un ciclo fílmico-temático con todas las de la ley, desde el conmovedor woman’s film Lejos de Ella (Polley, 2006) hasta la sublime crónica del descubrimiento del mundo que propone Poesía (Lee, 2010) o el socarrón autoexamen existencial de LaVersión de Mi Vida (Lewis, 2010). Es inevitable, supongo: en la medida que las sociedades en las que vivimos envejecen, los problemas que enfrentamos son, también, propios de la tercera edad. Así, el cine de la infancia desvalida ha ido siendo desplazado, poco a poco, por el cine de los ancianos solitarios, abandonados, perdidos en el laberinto de su memoria.
Este es el centro de Arrugas, una película animada que si bien técnicamente hablando no es nada del otro mundo, su historia –escrita por cuatro guionistas, entre ellos el propio cineasta y el autor del cómic original- logra el milagro de sostenerse incólume, en un delicado equilibrio entre el humor, el sentimentalismo y la crítica amarga a una sociedad que no tiene espacio para los viejos quienes, tarde o temprano, se convertirán en un estorbo para esos ingratos hijos-nietos-parientes que nunca visitan, que nunca hablan, que nunca vuelven.
Emilio, funcionario bancario en retiro, es dejado en el asilo por su propio hijo, pues ya no sabe qué hacer con los recurrentes viajes hacia el pasado que tiene su padre, quien se imagina que está atendiendo a algún cliente en su oficina. No es el único anciano que se sueña en un mejor lugar: la paranoica Carmiña se cree perseguida por extraterrestres, Doña Rosario se ve a sí misma elegantísima y viajando en el Orient Express, Sol se pasa el día entero buscando un teléfono para decirle a sus hijos que ya vayan por ella… Los viejos que viven en el presente no la pasan tan bien: Antonia se la pasa guardando todo lo que puede en su bolsa (mantequilla, mermelada, galletas) para tener que regalar cuando alguien se digne visitarla, mientras Dolores –que tiene una salud de hierro- ha decidido acompañar en el asilo a su marido de toda la vida, Modesto, quien ya está en manos del Alzheimer.
Usted dirá que esto es demasiado deprimente y sí lo es, aunque no tanto como parece. El compañero de cuarto de Emilio, el trácala argentino Miguel, se encarga no sólo de inyectar humor a la cinta sino a todos a quienes lo rodean. Por supuesto que, como buen pícaro, se aprovecha de todos ellos pero, vamos, por lo menos también los atiende, los entiende. El amor por la vida de Miguel es contagioso, sin ñoñerías ni chantajes de por medio.
Por esto mismo, la escena más conmovedora de la película no será en el asilo, con estos pobres viejos abandonados, sino en cierto recuerdo feliz e irrepetible, cuando un niño le cumplió la promesa a una niña de traerle una nube para que ella accediera a ser su novia. Y, sí, ella accedió: y ahí están, 60 años después, recordando ese momento, venciendo al Alzheimer, venciendo a la muerte, venciendo al olvido.
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