Pídala Cantando/LXIV
El lector habitual Saúl Baas Bolio me pidió rescatar la crítica que escribí hace diez años de Munich. Servido.
En una reciente entrevista periodística, el director independiente Gus van
Sant (Drugstore Cowboy/1989, Mi Camino de Sueños/1991) declaró, medio en serio,
medio en broma, que el único cineasta realmente independiente que tenía Estados
Unidos era Steven Spielberg. El argumento de van Sant era simple: Spielberg es
el único creador fílmico que no tiene trabas de ninguna especie para hacer lo
que quiere. Es decir, tiene dinero, poder y prestigio; nadie le dice lo que
tiene qué hacer y tampoco cómo debe hacerlo; no tiene un estudio que se le eche
encima por el presupuesto y cualquier actor estaría encantado de trabajar para
él. Dicho de otra manera: a diferencia de otros cineastas –que les hace falta
lana, que no tienen el actor que quieren, que su casa productora los obliga a
re-editar la película, etcétera- Spielberg no tiene que responderle a nadie. A
no ser a él mismo.
Recordé esa entrevista a
van Sant –publicada a inicios de 2005 en Reforma, si no estoy equivocado-
después de haber visto Munich (Ìdem, EU, 2005), el más reciente largometraje
del director de Tiburón (1975). ¿Por qué Spielberg hizo una cinta que sabía que no
iba a dejar contento a (casi) nadie? ¿Qué llevó a Spielberg a desafiar al
“establishment” judío-estadounidense con un filme del “mainstream” que pone en
duda la validez de las estrategias del Estado de Israel frente a sus enemigos?
¿Qué empujó al director de encantadoras fantasías como ET, el Extraterrestre
(1982) a elaborar una elemental pero muy pertinente reflexión ética sobre las
razones del terrorismo y su imagen especular, el contraterrorismo de Estado?
La respuesta a estas preguntas –y a otras
similares- es la misma: la bendita libertad que da el poder. Spielberg, en
Munich, ha mostrado un rostro que no se le conocía: el de un polemista y
provocador que, por más que sus argumentos no sean muy sutiles, da precisamente
en el blanco y con precisión. De ahí la iracundia de no pocos politólogos de
los dos bandos –el palestino, el israelí- que han despreciado ruidosamente la
película. Sin duda, los extremos se tocan.
Para unos, los judíos (léase la reseña de Leon
Wieseltier de The New Republic, traducido en Letras Libres de febrero de 2006),
Munich es “irresponsable” porque humaniza a los terroristas (o sea, habría que
deshumanizarlos) y, además, porque, al confundir al terrorismo con el
contraterrorismo (¿de verdad no son lo mismo?), Spielberg sólo demuestra que él
no sabe lo que es cuidar la seguridad de otras personas (¡claro!: Spielberg es
un cineasta, un artista, un empresario… no un gobernante). Por su parte, para
los del otro bando (como Uri Avnery, un viejo luchador de la causa palestina),
lo que hizo Spielberg no es suficiente: le reprocha, por ejemplo, que la cinta
sea manipuladora (¡claro!: todo gran cineasta –todo gran artista- debe ser un
manipulador), que caiga en la vulgaridad (el cine es el arte más vulgar
–popular, pues- de todos) y que sea demasiado hollywoodense (por Dios, ¿qué no
se dio cuenta que estaba viendo un thriller? ¿Qué esperaba: un ensayo
histórico-político sobre la causa palestina?).
Entre todas las voces que se
levantaron para denostar el discurso político de Spielberg –insisto, del bando
palestino y del bando israelí- sólo una se elevó para defenderlo: el del articulista
del diario The Independent, Robert Fisk –texto traducido y publicado por La Jornada- que, con un
envidiable sentido común, pone los puntos sobre las íes para afirmar lo
innegable: por vez primera en la historia del cine hollywoodense –una industria
tan favorable al Estado de Israel- se ha elevado una crítica directa
(elemental, vulgar, simple, pero crítica al fin) no sólo al terrorismo árabe
sino a su perfecta contraparte: el contraterrorismo israelí.
Pero dejemos el debate político de lado. ¿Qué con
Munich como película? Como obra fílmica, estamos ante una propuesta madura,
depurada, no tan sutil como uno hubiera querido –ni modo: Spielberg es
Spielberg- y, en no pocas ocasiones, genuinamente sorprendente.
La historia –basada en hechos reales contenidos en un
libro de George Jonas titulado Vengeance- tiene que ver con la respuesta que el
Estado de Israel, dirigido en ese entonces por Golda Meier (Lynn Cohen),
organizó para acabar con los responsables del atentado terrorista en el que
fueron asesinados 11 atletas israelíes en las Olimpiadas de Munich 72. Así, a
dirigir este pequeño escuadrón de la muerte es llamado un joven agente del
Mossad, Avner (Eric Bana, sin tacha), al que se la da la encomienda de asesinar
a 11 palestinos que de una u otra manera tuvieron que ver con el atentado de
septiembre de 1972. Los blancos están en diferentes partes –París, Londres,
Beirut, Roma, Atenas- y hasta allá irán a buscarlos Avner y su equipo: el
impetuoso rubio Steve (Daniel Craig, el futuro 007), el serio y concentrado
Carl (Ciarán Hinds, impecable como de costumbre), el especialista en
falsificaciones Hans (Hans Zischler) y el juguetero vuelto hacedor de bombas
Robert (Matthieu Kassovitz).
La tarea parece al principio heroica pero muy
pronto Avner y sus compañeros empezarán a preguntarse el sentido de lo que
hacen, no sólo en el aspecto ético sino incluso en el pragmático: matan a un
terrorista y en su lugar aparecen otros seis y más radicales que el asesinado;
cada blanco le cuesta a Israel un millón de dólares (“recibo, por favor”) de
gastos y de pagos a informantes que puede que estén trabajando para los
contrarios; por cada terrorista eliminado, los palestinos responden con otro
atentado más violento (“estamos platicando: este es nuestro lenguaje”, algo así
musita uno de los del equipo de Avner cuando se entera que los árabes han
tomado un avión o enviado una bomba a una embajada).
Más aún: al ir cumpliendo su tarea, apilando
cadáveres por ahí y por allá, Avner y los suyos pierden no sólo su tranquilidad
sino su propia humanidad. De esta manera, cuando ellos eliminen a cierta
asesina a sueldo –en acaso la mejor y más perturbadora secuencia de toda la
película-, al crimen de la mujer seguirá
la humillación. Avner, después de haberla matado, quiere cubrir el cuerpo
semidesnudo, pero Hans, con un gesto furioso, lo evita. Ya ni siquiera quitar
la vida es suficiente.
Spielberg dirige con un tono implacable, a veces
furioso –la secuencia en Beirut, con Avner y compañía vestidos de mujer echando
bala por todas partes-, a veces delirante –esa explosión en el hotel que deja
malheridos a dos infortunados lunamieleros-, a veces hitchcockianamente
manipulador –la niñita que puede que conteste cierto teléfono-bomba- y, a
veces, tan sutil que ni parece Spielberg –la escena en donde la venerable
viejita Meier le sirve el te a Avner antes de mandarlo a asesinar palestinos- o
a veces tan pasado de tueste que parece el peor Spielberg –la secuencia en la
que Avner hace el amor con su esposa mientras, en su cabeza, es acorralado por
la violencia terrorista, la de los otros y la de él mismo.
No, no creo que Munich sea la mejor cinta de
Spielberg (por diferentes razones prefiero Tiburón, Los Cazadores del Arca
Perdida/1981, ET, El Extraterrestre, El Color Púrpura/1985, Inteligencia Artificial/2001
y Minority Report/2002) pero sí es la más valiente y
provocadora de toda su filmografía. Para un cineasta que parecía que no tenía
ya nada qué demostrar, Munich es la mejor prueba de que Spielberg nos puede
tener una que otra sorpresa reservada.
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