Che: el Argentino
Si hay alguna constante en la filmografía de Steven Soderbergh es que no hay constantes. El creador del cine “indie” contemporáneo con Sexo, Mentiras y Videos (1989) juega lo mismo en las Grandes Ligas, dentro de la industria, entre los blockbusters y el más rancio star-system (Erin Brockovich/2000, La Gran Estafa y secuelas/2001-2004-2007), que experimenta con películas pequeñas casi invisibles (Gray’s Anatomy/1996, Schizópolis/1996, Bubble: Intrigas y Muerte/2005). Lo mismo realiza experimentos genéricos más que notables (Un Romance Peligroso/1998, Vengar la Sangre/1999), que dirige implacables crónicas sociales justamente oscareadas (Tráfico/2000). Lo mismo confecciona pastiches/homenajes que nadie quiere ver justa o injustamente (Todo al Descubierto/2002, Solaris/2002, Intriga en Berlín/2006), que se anima a dirigir alguna indefinible extravagancia como, por ejemplo, cierto thriller biográfico/literario (Kafka/1991).
Por lo mismo, por esta notable trayectoria cuyo único denominador común es la experimentación y el cambio, no resulta nada extraño que Soderbergh se haya dado a la insensata tarea de dirigir una biopic de más de cuatro horas de duración sobre Ernesto Guevara de la Serna, mejor conocido por el mundo entero como “el Che”. Presentada en su versión completa en Cannes 2008 y luego exhibida de igual forma en el Festival de Nueva York de ese mismo año, la cinta ha sido presentada completa en algunas pocas ciudades de Estados Unidos antes de ser cortada en dos partes, que es como se ha estrenado en nuestro país. Así pues, el décimo-octavo largometraje de Soderbergh se ha convertido en dos cintas: la número 18, llamada Che: El Argentino (Che, Part One, EU-Francia-España, 2008) y la número 19, Che: Guerrilla (Che, Part Two, EU-Francia-España, 2008), que se estrenará en México, esperemos, en algún momento del año en curso.
Che: El Argentino, es una impresionista y fragmentaria biopic que alterna tres escenarios: una entrevista con el guerrillero triunfante en La Habana, en 1964; su arribo a Nueva York, ese mismo año, a dar un desafiante discurso en Naciones Unidas con todo y grito final de “¡Patria o Muerte!”; y la épica personal del Che que inicia en la Ciudad de México, en 1955, cuando el médico argentino conoce a Fidel Castro (Demián Bichir, cumplidor) y que termina un 2 de enero de 1959, un día después del triunfo de la Revolución Cubana, cuando Guevara de la Serna se dirige a La Habana después de haber tomado a sangre y fuego Santa Clara.
Al inicio del filme vemos el mapa de Cuba iluminado de rojo. Poco a poco, cada una de las seis provincias –Pinar del Río, La Habana, Matanzas, Las Villas, Camagüey y Oriente- van apareciendo y se van marcando en la pantalla. Luego, vemos el nombre y la ubicación de varias ciudades clave –La Habana, Santa Clara, Santiago- y, finalmente, la mítica Sierra Maestra, el lugar a donde arribarían en 1956 los 82 guerrilleros dirigidos por Castro y de donde iniciarían su –no tan- larga marcha hacia la capital.
El espectador de Che: El Argentino tiene que llevar cierto bagaje histórico y cultural consigo, pues el mapeo en pantalla de las provincias y las ciudades cubanas (más la visión de algunas imágenes documentales de la Cuba de Batista) es el único recurso tradicional de una narrativa que opta por la elusión y el distanciamiento. La cámara de Soderberg –quien firma con su conocido pseudónimo de Peter Andrews- ve todo desde lejos, sin apasionamiento alguno. Soderbergh observa; no explica, no participa ni, mucho menos, juzga.
El Che visto por Soderbergh es un hombre serio, callado, casi tímido. No habla mucho ni opina demasiado: escucha a Castro hablar o a Camilo Cienfuegos (Santiago Cabrera) decir algún chiste, acepta y da instrucciones precisas, discute algo y luego se va a leer en plena selva o a escribir una carta o a atender a algún enfermo o a enseñar a leer a alguno de sus soldados. Sus únicos exabruptos son dirigidos a los que abandonan la batalla –“maricones”, les grita exaltado-, pero ni siquiera cuando fusila a unos desertores se le nota una sola pizca de emoción. El Che concentrado (¿o demasiado frío?) de Benicio del Toro se corresponde con el retrato que han entregado algunos biógrafos del guerrillero argentino: estamos ante un hombre determinado que no dudaba mucho –acaso nada- en lo que hacía. Un puritano que incluso en pleno festejo revolucionario podía regañar públicamente a un subalterno por tomar un auto descapotable que no le pertenecía. Pero, también, no olvidemos, un hombre de sangre que no dudaba en derramarla cuando consideraba que era necesario.
Lo mejor de este filme –por lo menos de ésta, su primera parte- es la extendida secuencia de la toma de Santa Clara, que está realizada con una eficacia digna de cualquiera de los maestros del cine bélico hollywoodense clásico. Uno sigue sin perderse la posición de avance de las fuerzas revolucionarias y los fallidos esfuerzos del ejército de Batista por resistir, vemos caer abatidos por las balas los cuerpos de los soldados de los dos ejércitos, somos testigos de las estrategias seguidas para deshacerse de un par de letales francotiradores… Especialmente para esta secuencia, Soderbergh opta por una narrativa de “guerilla-style” –es decir, encuadres rápidos, movimientos abruptos, cortes directos- que, sin dejar de ser funcional, tampoco deja de ser elegante. La cámara usada aquí y en el resto del filme por Soderbergh –un nuevo prototipo digital llamado Red One- le permitió al cineasta trabajar con la rapidez y ligereza de siempre (la primera parte de la cinta fue realizada en apenas 39 días de rodaje), al mismo tiempo que lograba imágenes espléndidas que parecen haber sido obtenidas por los tradicionales aparatos de 35 mm.
Sin embargo, es inevitable tratándose de Soderbergh que, en el momento más logrado y emocionante del filme, Che: el Argentino se detenga de improviso. Y se detiene, además, lejos de La Habana, en donde está sucediendo la apoteosis del triunfo. En el fragmentado retrato fílmico de Soderbergh, el Che no está hecho para estos momentos. Lo suyo es la revolución constante y permanente. Y hacia ella –y hacia su personal destrucción- se encaminará en la segunda parte.
Por lo mismo, por esta notable trayectoria cuyo único denominador común es la experimentación y el cambio, no resulta nada extraño que Soderbergh se haya dado a la insensata tarea de dirigir una biopic de más de cuatro horas de duración sobre Ernesto Guevara de la Serna, mejor conocido por el mundo entero como “el Che”. Presentada en su versión completa en Cannes 2008 y luego exhibida de igual forma en el Festival de Nueva York de ese mismo año, la cinta ha sido presentada completa en algunas pocas ciudades de Estados Unidos antes de ser cortada en dos partes, que es como se ha estrenado en nuestro país. Así pues, el décimo-octavo largometraje de Soderbergh se ha convertido en dos cintas: la número 18, llamada Che: El Argentino (Che, Part One, EU-Francia-España, 2008) y la número 19, Che: Guerrilla (Che, Part Two, EU-Francia-España, 2008), que se estrenará en México, esperemos, en algún momento del año en curso.
Che: El Argentino, es una impresionista y fragmentaria biopic que alterna tres escenarios: una entrevista con el guerrillero triunfante en La Habana, en 1964; su arribo a Nueva York, ese mismo año, a dar un desafiante discurso en Naciones Unidas con todo y grito final de “¡Patria o Muerte!”; y la épica personal del Che que inicia en la Ciudad de México, en 1955, cuando el médico argentino conoce a Fidel Castro (Demián Bichir, cumplidor) y que termina un 2 de enero de 1959, un día después del triunfo de la Revolución Cubana, cuando Guevara de la Serna se dirige a La Habana después de haber tomado a sangre y fuego Santa Clara.
Al inicio del filme vemos el mapa de Cuba iluminado de rojo. Poco a poco, cada una de las seis provincias –Pinar del Río, La Habana, Matanzas, Las Villas, Camagüey y Oriente- van apareciendo y se van marcando en la pantalla. Luego, vemos el nombre y la ubicación de varias ciudades clave –La Habana, Santa Clara, Santiago- y, finalmente, la mítica Sierra Maestra, el lugar a donde arribarían en 1956 los 82 guerrilleros dirigidos por Castro y de donde iniciarían su –no tan- larga marcha hacia la capital.
El espectador de Che: El Argentino tiene que llevar cierto bagaje histórico y cultural consigo, pues el mapeo en pantalla de las provincias y las ciudades cubanas (más la visión de algunas imágenes documentales de la Cuba de Batista) es el único recurso tradicional de una narrativa que opta por la elusión y el distanciamiento. La cámara de Soderberg –quien firma con su conocido pseudónimo de Peter Andrews- ve todo desde lejos, sin apasionamiento alguno. Soderbergh observa; no explica, no participa ni, mucho menos, juzga.
El Che visto por Soderbergh es un hombre serio, callado, casi tímido. No habla mucho ni opina demasiado: escucha a Castro hablar o a Camilo Cienfuegos (Santiago Cabrera) decir algún chiste, acepta y da instrucciones precisas, discute algo y luego se va a leer en plena selva o a escribir una carta o a atender a algún enfermo o a enseñar a leer a alguno de sus soldados. Sus únicos exabruptos son dirigidos a los que abandonan la batalla –“maricones”, les grita exaltado-, pero ni siquiera cuando fusila a unos desertores se le nota una sola pizca de emoción. El Che concentrado (¿o demasiado frío?) de Benicio del Toro se corresponde con el retrato que han entregado algunos biógrafos del guerrillero argentino: estamos ante un hombre determinado que no dudaba mucho –acaso nada- en lo que hacía. Un puritano que incluso en pleno festejo revolucionario podía regañar públicamente a un subalterno por tomar un auto descapotable que no le pertenecía. Pero, también, no olvidemos, un hombre de sangre que no dudaba en derramarla cuando consideraba que era necesario.
Lo mejor de este filme –por lo menos de ésta, su primera parte- es la extendida secuencia de la toma de Santa Clara, que está realizada con una eficacia digna de cualquiera de los maestros del cine bélico hollywoodense clásico. Uno sigue sin perderse la posición de avance de las fuerzas revolucionarias y los fallidos esfuerzos del ejército de Batista por resistir, vemos caer abatidos por las balas los cuerpos de los soldados de los dos ejércitos, somos testigos de las estrategias seguidas para deshacerse de un par de letales francotiradores… Especialmente para esta secuencia, Soderbergh opta por una narrativa de “guerilla-style” –es decir, encuadres rápidos, movimientos abruptos, cortes directos- que, sin dejar de ser funcional, tampoco deja de ser elegante. La cámara usada aquí y en el resto del filme por Soderbergh –un nuevo prototipo digital llamado Red One- le permitió al cineasta trabajar con la rapidez y ligereza de siempre (la primera parte de la cinta fue realizada en apenas 39 días de rodaje), al mismo tiempo que lograba imágenes espléndidas que parecen haber sido obtenidas por los tradicionales aparatos de 35 mm.
Sin embargo, es inevitable tratándose de Soderbergh que, en el momento más logrado y emocionante del filme, Che: el Argentino se detenga de improviso. Y se detiene, además, lejos de La Habana, en donde está sucediendo la apoteosis del triunfo. En el fragmentado retrato fílmico de Soderbergh, el Che no está hecho para estos momentos. Lo suyo es la revolución constante y permanente. Y hacia ella –y hacia su personal destrucción- se encaminará en la segunda parte.
Comentarios
saludos | alón
Por fin una definición que le hace justicia.
No he visto, por cierto, Erin Brokovich, pero concuerdo totalmente en lo de La Boda de mi Mejor Amigo e igualmente cada vez que la pasan en la tele no puedo dejar de verla.