Grandes Maestros del Cine Japonés/VIII
Ugetsu Monogatari (Japón, 1953) es considerada por el canon fílmico occidental no sólo como la obra cumbre de Kenji Mizoguchi (1898-1956) sino, de hecho, como una de las más grandes películas de la historia del cine. Para no ir muy lejos, en los top-ten de 1962 y 1972 propuestos por la influyente revista británica Sight and Sound se le anotaba en el cuarto y décimo sitio respectivamente (en la más reciente encuesta, la de 2002, sigue apareciendo, aunque los votos de los críticos de todo el mundo le alcanzaron "solamente" para figurar en el lugar 27). Como suele suceder en cuanto al cine japonés se refiere, la crítica de ese país piensa distinto: el mejor cine de Mizoguchi, según los japoneses, se hizo en los años 30 y 40, y no en la década de los 50, cuando Mizoguchi fue "descubierto" por el Festival de Venecia al darle "el Premio Internacional" en 1952 por Saikaku ichidai onna (1952), conocida en Occidente como La Vida de Oharu. A partir de este momento, Mizoguchi sería uno de los cineastas favoritos de Venecia: con Ugetsu Monogatari el cineasta ganaría ex-aqueo el León de Plata en 1953 y volvería a repetir color con El Intendente Sansho en 1954. Más aún: más allá del reconocimiento festivalero, Mizoguchi se convirtió en el director japonés preferido del Cahiers du Cinéma, lo que le aseguraría, a partir de ese momento, un lugar seguro en el canon fílmico occidental.
Pero, ¿por qué la diferencia entre la crítica nipona y la crítica occidental, inglesa, francesa, estadounidense, con respecto al cine de Mizoguchi? La respuesta es simple: para los japoneses, Mizoguchi era, en los años 50, un cineasta consagrado cuya carrera, decían algunos, ya había pasado por su mejor momento. En contraste, para Occidente Mizoguchi era un director nuevo, recién llegado, y su obra anterior -la silente de los años 20 y parte de los 30, la izquierdista de los años 30, la militarista/histórica de los primeros años 40, la feminista de los últimos años de esa década- era totalmente desconocida. Con todo, aunque con el paso del tiempo su cine anterior a los años 50 ha sido cada vez más conocido en esta parte del mundo, cuando llegamos a leer sobre Mizoguchi, siguen apareciendo las mismas películas de siempre: las que el cineasta realizara después de la Segunda Guerra Mundial y, especialmente, las de los años 50. Como quien dice, aparece en un canon y échate a dormir.
Pero, ¿por qué la diferencia entre la crítica nipona y la crítica occidental, inglesa, francesa, estadounidense, con respecto al cine de Mizoguchi? La respuesta es simple: para los japoneses, Mizoguchi era, en los años 50, un cineasta consagrado cuya carrera, decían algunos, ya había pasado por su mejor momento. En contraste, para Occidente Mizoguchi era un director nuevo, recién llegado, y su obra anterior -la silente de los años 20 y parte de los 30, la izquierdista de los años 30, la militarista/histórica de los primeros años 40, la feminista de los últimos años de esa década- era totalmente desconocida. Con todo, aunque con el paso del tiempo su cine anterior a los años 50 ha sido cada vez más conocido en esta parte del mundo, cuando llegamos a leer sobre Mizoguchi, siguen apareciendo las mismas películas de siempre: las que el cineasta realizara después de la Segunda Guerra Mundial y, especialmente, las de los años 50. Como quien dice, aparece en un canon y échate a dormir.
Hay, creo entender, una segunda razón para que el cine de Mizoguchi de esa década no sea tan apreciado dentro de Japón como el realizado en los años 30 y 40. Según algunos críticos e historiadores, el éxito europeo y estadounidense de Rashômon (Kurosawa, 1950), empujó decididamente a un molesto y envidioso Mizoguchi a hacer un cine calculadoramente "exotista" -es decir, ubicado en el Japón feudal, en un pasado remoto, con samuráis, geishas y demás personajes de ese tipo- para ganar ese reconocimiento internacional que nunca había tenido. La fórmula, como ya vimos, dio resultado: los últimos años de Mizoguchi -murió en 1956 de una leucemia fulminante- fueron los de su consagración definitiva en el panteón fílmico mundial, aunque los críticos de su país le reprocharían que hacía un cine pensado para ganar festivales en Occidente -una acusación que arrastraría, por cierto, hasta el final de su carrera, el propio Akira Kurosawa. Por lo mismo, para los nipones, el cine de Mizoguchi anterior a los años 50 es más auténtico, menos calculado que sus últimas y muy exitosas películas.
Pero, bueno, entrando finalmente en materia, ¿es Ugetsu Monogatari esa gran obra que todos los listados canónicos aseguran? Sí, por supuesto que sí. Pero, ¿es la mejor cinta de Mizoguchi? Caray, no lo sé: apenas si he visto un puñado de las casi cien películas que dirigió, algunas de ellas -una tercera parte, por lo menos- perdidas por completo. Algo es cierto: sí merece estar en cualquier enumeración de lo mejor del cine mundial, así, a secas.
Sobre unos relatos fantásticos homónimos escritos por Akinari Ueda en 1776, aderezados con algunas ideas que Mizoguchi sacó de varios cuentos de Guy de Maupassant, Ugetsu Monogatari es la crónica de las venturas y desventuras de un par de matrimonios campesinos que viven en la lejana provincia de Omi, a inicios del siglo XVI, en medio de una de las tantas guerras civiles que asolaron a los japoneses durante centurias.
Genjurô (Masayuki Mori), un modesto pero ambicioso alfarero, viaja a un pueblo cercano a vender todas sus vasijas, acompañado de su hermano menor, el irreflexivo Tobei (Eitarô Ozawa), quien sueña en convertirse en un gran guerrero samurái. Sus respectivas mujeres, la prudente Miyagi (la musa de Mizoguchi, Kinuyo Tanaka) y la enérgica Ohama (Mitsuko Mito), conocen las debilidades de su maridos: Genjurô está obsesionado por la posición que se puede obtener con el dinero; Tobei, por el honor que le puede dar un uniforme militar. Estas inclinaciones viciosas llevarán a los dos hombres a su propia desgracia y a las de sus respectivas esposas, que serán arrastradas por los deseos innobles de sus maridos.
Genjurô será literalmente encantado/embrujado por el fantasma de una enigmática aristócrata, Lady Wakasa (Machiko Kyô, la protagonista de Rashômon, irreconocible tras su máscara de teatro Noh), quien lo posee -en más de un sentido- para transformarlo en su dócil marido/marioneta. Tobei, por su parte, llegará a ser la mano derecha de un general después de haber engañado a todos haciéndose pasar por un valiente guerrero. Mientras, en Omi, Miyagi vivirá privaciones y hambre, hasta ser brutalmente asesinada por unos soldados/ladrones; en otra parte, Ohama, violada también por la soldadesca, se ha convertido en una fiera prostituta que no deja que nadie se le vaya sin pagar. Llegado el momento, los dos hombres se darán cuenta de sus traiciones, de sus mentiras, de sus cobardías, y volverán a la tierra que los vio nacer, al seno de sus mujeres sufridas, a la naturaleza que permanece inalterable a los sufrimientos humanos, en un desenlace que prefigura uno muy similar al de El Intendente Sansho. Por supuesto, ese regreso sin gloria estará marcado por la tácita aceptación budista de su fracaso: ¿para qué desear salir del corredor si naciste como vil maceta?
Ugetsu Monogatari, ya se habrá dado cuenta por la sinopsis, es una película de fantasmas. O, mejor dicho, con fantasmas, pues no estamos ante un filme de horror ni ante una puesta en imágenes que privilegie la separación del mundo real, material, el de nosotros; frente al irreal, inmaterial, el de ellos, los fantasmas. Para Mizoguchi no hay diferencia alguna entre uno y otro: los fantasmas están a un lado de nosotros, bailan y cantan, se visten -y se desvisten- y hasta hacen comida para el ingrato marido que dejó la casa hace tiempo. De hecho, no hay diferencia estilística palpable entre las peripecias de Tobei -que no se encuentra con ningún elemento sobrenatural- y la de Genjurô, atrapado por las maléficas artes de Lady Wakasa, que ha vuelto de entre los muertos a encontrar el amor.
Estilísticamente hablando, por cierto, Ugetsu Monogatari es Mizoguchi maduro y en estado puro: ausencia total del campo/contracampo hollywoodense, uso continuo de tomas largas y fluidas, depuración de su propuesta visual/narrativa de "una escena-una toma" desarrollada en los años 30, aparición contada de los primeros planos (de la fantasmal Lady Wakasa y de la Miyagi también fantasmal al reunirse finalmente con Genjurô y su hijito Genichi), manejo constante de la toma abierta para contrastar acciones dentro del mismo encuadre (la agonía de Miyagi y el comportamiento bestial de los soldados asesinos), y una pasmosa perfección de la elipsis como forma de ocultamiento/sugerencia (el decapitamiento de un general) y como enlace narrativo (la escena del baño en las aguas termales que termina, a través de un elegantísimo paneo hacia la izquierda, en un ensoñado pic-nic a la orilla de un lago).
No puedo aventurar el lugar que ocupa, en el canon fílmico del propio Mizoguchi, la escena en la que se encuentran Genjurô y Miyagi, hacia el final de la película pero, por lo menos en el cine que he visto de él, no he encontrado un momento más bello y mejor realizado que ese. Después de haberse exorcizado la influencia de Lady Wakasa, ayudado por un monje shintoísta, Genjurô regresa a su edén subvertido no por la metralla sino por los sables, la desolación, el hambre, el horror... Su casa parece abandonada: Genjurô entra, recorre el solitario lugar y la cámara, sin corte alguno, lo sigue, en panning, hasta que sale por una puerta, da la vuelta completa al lugar y vuelve a entrar de nuevo: el hogar ya no está desolado. De la nada ha aparecido Miyagi, avivando el fuego, calentado un oportuno estofado, sirviéndole al marido pródigo uno, dos, tres, tragos de sake. No hay truco digital de ninguna especie ni barato efecto especial alguno: la cámara ha seguido a Genjurô, ha visto el hogar vacío y luego, sin cortar, ha visto aparecer (en el más amplio sentido del término) la figura de Miyagi, el espíritu de Miyagi, la fiel mujer que hasta en forma de fantasma ha regresado para cuidar de su marido y de su hijito. Y para verlos crecer y avejentarse desde su tumba, ya fundida con el paisaje natural inalterable.
Ugetsu Monogatari, ya se habrá dado cuenta por la sinopsis, es una película de fantasmas. O, mejor dicho, con fantasmas, pues no estamos ante un filme de horror ni ante una puesta en imágenes que privilegie la separación del mundo real, material, el de nosotros; frente al irreal, inmaterial, el de ellos, los fantasmas. Para Mizoguchi no hay diferencia alguna entre uno y otro: los fantasmas están a un lado de nosotros, bailan y cantan, se visten -y se desvisten- y hasta hacen comida para el ingrato marido que dejó la casa hace tiempo. De hecho, no hay diferencia estilística palpable entre las peripecias de Tobei -que no se encuentra con ningún elemento sobrenatural- y la de Genjurô, atrapado por las maléficas artes de Lady Wakasa, que ha vuelto de entre los muertos a encontrar el amor.
Estilísticamente hablando, por cierto, Ugetsu Monogatari es Mizoguchi maduro y en estado puro: ausencia total del campo/contracampo hollywoodense, uso continuo de tomas largas y fluidas, depuración de su propuesta visual/narrativa de "una escena-una toma" desarrollada en los años 30, aparición contada de los primeros planos (de la fantasmal Lady Wakasa y de la Miyagi también fantasmal al reunirse finalmente con Genjurô y su hijito Genichi), manejo constante de la toma abierta para contrastar acciones dentro del mismo encuadre (la agonía de Miyagi y el comportamiento bestial de los soldados asesinos), y una pasmosa perfección de la elipsis como forma de ocultamiento/sugerencia (el decapitamiento de un general) y como enlace narrativo (la escena del baño en las aguas termales que termina, a través de un elegantísimo paneo hacia la izquierda, en un ensoñado pic-nic a la orilla de un lago).
No puedo aventurar el lugar que ocupa, en el canon fílmico del propio Mizoguchi, la escena en la que se encuentran Genjurô y Miyagi, hacia el final de la película pero, por lo menos en el cine que he visto de él, no he encontrado un momento más bello y mejor realizado que ese. Después de haberse exorcizado la influencia de Lady Wakasa, ayudado por un monje shintoísta, Genjurô regresa a su edén subvertido no por la metralla sino por los sables, la desolación, el hambre, el horror... Su casa parece abandonada: Genjurô entra, recorre el solitario lugar y la cámara, sin corte alguno, lo sigue, en panning, hasta que sale por una puerta, da la vuelta completa al lugar y vuelve a entrar de nuevo: el hogar ya no está desolado. De la nada ha aparecido Miyagi, avivando el fuego, calentado un oportuno estofado, sirviéndole al marido pródigo uno, dos, tres, tragos de sake. No hay truco digital de ninguna especie ni barato efecto especial alguno: la cámara ha seguido a Genjurô, ha visto el hogar vacío y luego, sin cortar, ha visto aparecer (en el más amplio sentido del término) la figura de Miyagi, el espíritu de Miyagi, la fiel mujer que hasta en forma de fantasma ha regresado para cuidar de su marido y de su hijito. Y para verlos crecer y avejentarse desde su tumba, ya fundida con el paisaje natural inalterable.
Ugetsu Monogatari se exhibe mañana en la Cineteca Nacional, dentro del ciclo Grandes Maestros del Cine Japonés y con el nombre de Cuentos de la Luna Pálida de Agosto. Como no hay un título estándar en español -Cuentos de la Luna Pálida de Agosto, Historias de la Luna Pálida de Agosto, Cuentos de la Lúna Pálida después de la Lluvia- he preferido conservar en esta reseña el título original en japonés. De todas formas, con el título de Ugetsu Monogatari se le conoce en Occidente a esta cinta de Mizoguchi.
PS. Si alguien puede conseguirla, la edición de Criterion de Ugetsu Monogatari es la mejor opción, pues cuenta con el comentario en audio -informativo, iluminador- de Tony Rayns, el más serio especialista en cine oriental después de, por supuesto, David Bordwell.
Comentarios
¡NEEEETFLIIIIIX!