Grandes Maestros del Cine Japonés/III
¿Qué pasó después del final de Pepe el Toro (Rodríguez, 1953), cuando el atormentado boxeador (Pedro Infante) y la amable viuda Amalia (Amanda del Llano) se toman de la mano, cual casta pareja matrimonial, con el fin de criar a los hijos de ella y del fallecido amigo de Pepe, Lalo Gallardo (Joaquín Cordero)? La respuesta a la pregunta se encuentra en un espléndido melodrama nipón, El Hombre del Carrito (Muhomatsu, no issho, Japón, 1958), dirigido por el prolífico artesano Hiroshi Inagaki (1905-1980).
Un remake a colores -y con 20 minutos más- de la cinta homónima que el propio Inagaki había realizado en 1943, esta segunda versión de El Hombre del Carrito le haría ganar al cineasta nacido en Tokio el León de Oro en Venecia 1958, el único premio internacional que obrendría Inagaki en su larguísima carrera que inició en la era silente y termino hasta 1970, con la cinta de samuráis Machibuse.
Usted pensará que estoy delirando por hacer esta arbitraria conexión entre la historia del boxeador populachero mexicano Pepe "el Toro" y la trama centrada en Matsu "el salvaje", el humilde pero vital rokosha (o sea, taxista de tracción humana, hombre del carrito, hombre del palanquín) interpretado por Toshiro Mifune, pero la realidad es que, más allá de las diferencias culturales, la sensibilidad populista de los dos filmes, el retrato idealizado de las clases populares y un cierto dejo de fatalismo clasista se deja ver tanto en la película mexicana como en la cinta nipona.
Matsu, "el salvaje", es un ingobernable rokosha en el Japón de inicios del siglo pasado: no desaprovecha la oportunidad de echar relajo, fumar como chacuaco, tomar todo el sake que pueda conseguir y pelear a la primera provocación. Nacido en los estratos más bajos de la sociedad -su papá era un alcohólico, su madrastra se ensañaba con él, nunca aprendió a leer ni a escribir-, Matsu es, de cualquier manera, un hombre de invencible dignidad. Después de ayudar a un debilucho niño accidentado, Toshio (Kauro Matsumoto), Matsu entabla amistad con el papá, el joven militar Kotaro (Hiroshi Akutagawa), y la mamá, Yoshiko (Hideko Takamine), una bella mujer de sonrisa perfecta. La súbita muerte del capitán Kotaro dejará a Yoshiko y al pequeño Toshio sin la necesaria figura viril/paterna, así que Matsu, poco a poco, fungiendo como guardián, jardinero, taxista, reparador, amigo, se convertirá en una suerte de papá postizo del niño. Pero, ¿no siente algo la dignísima viuda por ese rudo pero noble bruto proletario? Y Matsu, ¿siente algo por esa mujer que resulta inalcanzable, por la diferencia de clases, por la diferencia de educación?
El retrato que hace Inagaki de este idealizado héroe populachero es genuinamente conmovedor: aguanta vara cuando el joven estudiante Toshio (Kenji Kasahara) se niega a hablarle delante de sus compañeros de escuela porque se avergüenza de tener amistad con un rokosha, soporta en silencio el trato siempre amable pero distante de la encantadora viuda Yoshiko, se embriaga solitariamente para ahogar esas diferencias sociales que lo separan de una vida nunca realizable, por lo menos en el Japón de esa época...
Sin embargo, al igual que sucede en los melodramas populacheros mexicanos de Ismael Rodríguez, esta abismal diferencia de clases que se retrata en El Hombre del Carrito no provoca indignación de ninguna especie ni, mucho menos, crítica alguna: es obvio que Matsu, pobre pero digno, será moralmente superior a todos los que le rodean pero, también, estará imposibilitado para romper las barreras de clase o, mejor dicho, de casta, que lo separan de una felicidad que sólo podrá atisbar siendo el criado fiel de ese hijo que no tuvo pero que crió, y de esa mujer que siempre amó hasta el final y por siempre.
La realización de Inagaki es elegante, clasicista at its best: las transiciones narrativas están marcadas por las ruedas rodantes del carrito de Matsuo, la cámara de Kazuo Yamada se mueve de forma funcional sin llamar la atención sobre sí misma y la paleta de colores de la cinta es usada con sobriedad hasta que llega el climático desenlace en el que los colores inundan la pantalla, casi llorando, cual ejercicio visual abstracto.
El Hombre del Carrito, pero la primera versión de 1943, no esta de 1958, se exhibirá hoy en la Cineteca Nacional.
Un remake a colores -y con 20 minutos más- de la cinta homónima que el propio Inagaki había realizado en 1943, esta segunda versión de El Hombre del Carrito le haría ganar al cineasta nacido en Tokio el León de Oro en Venecia 1958, el único premio internacional que obrendría Inagaki en su larguísima carrera que inició en la era silente y termino hasta 1970, con la cinta de samuráis Machibuse.
Usted pensará que estoy delirando por hacer esta arbitraria conexión entre la historia del boxeador populachero mexicano Pepe "el Toro" y la trama centrada en Matsu "el salvaje", el humilde pero vital rokosha (o sea, taxista de tracción humana, hombre del carrito, hombre del palanquín) interpretado por Toshiro Mifune, pero la realidad es que, más allá de las diferencias culturales, la sensibilidad populista de los dos filmes, el retrato idealizado de las clases populares y un cierto dejo de fatalismo clasista se deja ver tanto en la película mexicana como en la cinta nipona.
Matsu, "el salvaje", es un ingobernable rokosha en el Japón de inicios del siglo pasado: no desaprovecha la oportunidad de echar relajo, fumar como chacuaco, tomar todo el sake que pueda conseguir y pelear a la primera provocación. Nacido en los estratos más bajos de la sociedad -su papá era un alcohólico, su madrastra se ensañaba con él, nunca aprendió a leer ni a escribir-, Matsu es, de cualquier manera, un hombre de invencible dignidad. Después de ayudar a un debilucho niño accidentado, Toshio (Kauro Matsumoto), Matsu entabla amistad con el papá, el joven militar Kotaro (Hiroshi Akutagawa), y la mamá, Yoshiko (Hideko Takamine), una bella mujer de sonrisa perfecta. La súbita muerte del capitán Kotaro dejará a Yoshiko y al pequeño Toshio sin la necesaria figura viril/paterna, así que Matsu, poco a poco, fungiendo como guardián, jardinero, taxista, reparador, amigo, se convertirá en una suerte de papá postizo del niño. Pero, ¿no siente algo la dignísima viuda por ese rudo pero noble bruto proletario? Y Matsu, ¿siente algo por esa mujer que resulta inalcanzable, por la diferencia de clases, por la diferencia de educación?
El retrato que hace Inagaki de este idealizado héroe populachero es genuinamente conmovedor: aguanta vara cuando el joven estudiante Toshio (Kenji Kasahara) se niega a hablarle delante de sus compañeros de escuela porque se avergüenza de tener amistad con un rokosha, soporta en silencio el trato siempre amable pero distante de la encantadora viuda Yoshiko, se embriaga solitariamente para ahogar esas diferencias sociales que lo separan de una vida nunca realizable, por lo menos en el Japón de esa época...
Sin embargo, al igual que sucede en los melodramas populacheros mexicanos de Ismael Rodríguez, esta abismal diferencia de clases que se retrata en El Hombre del Carrito no provoca indignación de ninguna especie ni, mucho menos, crítica alguna: es obvio que Matsu, pobre pero digno, será moralmente superior a todos los que le rodean pero, también, estará imposibilitado para romper las barreras de clase o, mejor dicho, de casta, que lo separan de una felicidad que sólo podrá atisbar siendo el criado fiel de ese hijo que no tuvo pero que crió, y de esa mujer que siempre amó hasta el final y por siempre.
La realización de Inagaki es elegante, clasicista at its best: las transiciones narrativas están marcadas por las ruedas rodantes del carrito de Matsuo, la cámara de Kazuo Yamada se mueve de forma funcional sin llamar la atención sobre sí misma y la paleta de colores de la cinta es usada con sobriedad hasta que llega el climático desenlace en el que los colores inundan la pantalla, casi llorando, cual ejercicio visual abstracto.
El Hombre del Carrito, pero la primera versión de 1943, no esta de 1958, se exhibirá hoy en la Cineteca Nacional.
Comentarios
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