Solo ante el peligro/I
Cuando uno ejerce la crítica de cine hay ocasiones que uno se queda solo y su alma con su juicio sobre una cinta. En lo personal, me sucede a menudo: contra buena parte de la opinión de mis colegas, por ejemplo, no me gustó la nueva película de Julián Hernández, me pareció un retroceso el más reciente filme de Alejandro Springall y recibí una buena cantida de insultos por mi ferviente rechazo a ese bodriazo aburrido y neofascista que fue 300 (aunque en este caso habría que aclarar que la crítica se dividió radicalmente con este filme: habría que revisar solamente el metacritic para darse cuenta de ello).
En todo caso, siguiendo el ejemplo del veterano cinecrítico estadounidense Andrew Sarris, que suele hacer una lista, al final del año, de aquellas películas que les gustaron a sus colegas pero no a él, he aquí algunas palabras acerca de cintas que recibieron el aplauso (casi) unánime, pero que a mí me parecieron muy fallidas o, de plano, como es el caso, francamente repelentes:
LA LEYENDA DE LAS BALLENAS
Supongo que entendí algo mal, pero nunca compartí la generosa recepción que tuvo La Leyenda de las Ballenas (Whale Rider, Nueva Zelanda-Alemania, 2002), una cinta que arrasó con los premios “del público” en distintos festivales fílmicos alrededor del mundo (Sao Paulo, Rótterdam, Sundance, Seattle, Toronto y San Francisco, para ser exactos). Una fábula reaccionaria sobre el poder y la validez de las antiquísimas tradiciones maorís en el mundo moderno neocelandés, La Leyenda… es una cinta conformista y conservadora como pocas y ello explica, acaso, la razón por la que le gustó a tanta gente y a buena parte de la crítica internacional.
Whangarei, en la costa de Nueva Zelanda, tiempo presente. El jefe de la tribu maorí del lugar espera con ansia que su hijo le dé un nieto, pues ese niño será el heredero de las milenarias tradiciones indígenas y el futuro líder de una comunidad que se encuentra perpetuamente en crisis. Sin embargo, el parto resulta mal: son dos gemelos, niño y niña, pero el varón muere junto con su madre. El joven, un artista plástico que ha renegado de la asfixiante tradición paterna, se va a Europa y deja a su hija, Paikea, al cuiado de los abuelos. Diez años después, la bebé se ha transformado en una voluntariosa niña (Keisha Castle-Hughes) que adora a su seco y distante abuelo Koro (Rawiri Paratene), a pesar de que éste no desaprovecha ninguna oportunidad para hacerla a un lado, pues Paikea es una mujer, y los maorís de Whangarei necesitan un hombre.
Cuando vi esta cinta en el momento de su estreno, me quedé con la sensación de que había sido alabada por el motivo equivocado. Algunos quisieron ver una encantadora historia de feminismo infantil, en donde la niña adquiere, en un final casi mágico, la importancia que su abuelo le niega una y otra vez. Sin embargo, hay que recordar que si Paikea se gana el respeto de Koro no es por rebelarse ante el status-quo, sino por respetarlo y obedecerlo. Al final de cuentas, el arcaico tribalismo de los maorís no es puesto en duda un instante. Al parecer, para los hacedores de este bienintencionado filme -basado en un libro de una maorí, Witi Ihimaera- el progreso de los indígenas neocelandeses se va a lograr si ellos siguen siendo fieles a sus tradiciones, aunque éstas sean autoritarias e irracionales.
Otra cosa: se supone que uno debe entender y perdonar al viejo patriarca Koro aunque éste aplaste emocionalmente una y otra vez a la simpática Paikea. No sé usted, pero a mí no me parece nada agradable ver cómo ese viejo pedorro humilla y vuelve a humillar a una pobra niña por una tradición, por más “encantadora” que ésta sea. Que esa niña, además, acepte ese trato y hasta disculpe a ese insoportable vejete que es su abuelo, hace más clara la repelente ideología ultraconservadora de la cinta: los ancianos y sus tradiciones siempre tendrán la razón, sin importar que se arriesgue la vida de quien sea. Si usted no tiene problemas con este discurso, entonces seguramente fue uno de los que adoró La Leyenda de las Ballenas. Yo, la verdad, la aborrecí. Supongo que no soy lo suficientemente conservador para abrazar una película como ésta.
Whangarei, en la costa de Nueva Zelanda, tiempo presente. El jefe de la tribu maorí del lugar espera con ansia que su hijo le dé un nieto, pues ese niño será el heredero de las milenarias tradiciones indígenas y el futuro líder de una comunidad que se encuentra perpetuamente en crisis. Sin embargo, el parto resulta mal: son dos gemelos, niño y niña, pero el varón muere junto con su madre. El joven, un artista plástico que ha renegado de la asfixiante tradición paterna, se va a Europa y deja a su hija, Paikea, al cuiado de los abuelos. Diez años después, la bebé se ha transformado en una voluntariosa niña (Keisha Castle-Hughes) que adora a su seco y distante abuelo Koro (Rawiri Paratene), a pesar de que éste no desaprovecha ninguna oportunidad para hacerla a un lado, pues Paikea es una mujer, y los maorís de Whangarei necesitan un hombre.
Cuando vi esta cinta en el momento de su estreno, me quedé con la sensación de que había sido alabada por el motivo equivocado. Algunos quisieron ver una encantadora historia de feminismo infantil, en donde la niña adquiere, en un final casi mágico, la importancia que su abuelo le niega una y otra vez. Sin embargo, hay que recordar que si Paikea se gana el respeto de Koro no es por rebelarse ante el status-quo, sino por respetarlo y obedecerlo. Al final de cuentas, el arcaico tribalismo de los maorís no es puesto en duda un instante. Al parecer, para los hacedores de este bienintencionado filme -basado en un libro de una maorí, Witi Ihimaera- el progreso de los indígenas neocelandeses se va a lograr si ellos siguen siendo fieles a sus tradiciones, aunque éstas sean autoritarias e irracionales.
Otra cosa: se supone que uno debe entender y perdonar al viejo patriarca Koro aunque éste aplaste emocionalmente una y otra vez a la simpática Paikea. No sé usted, pero a mí no me parece nada agradable ver cómo ese viejo pedorro humilla y vuelve a humillar a una pobra niña por una tradición, por más “encantadora” que ésta sea. Que esa niña, además, acepte ese trato y hasta disculpe a ese insoportable vejete que es su abuelo, hace más clara la repelente ideología ultraconservadora de la cinta: los ancianos y sus tradiciones siempre tendrán la razón, sin importar que se arriesgue la vida de quien sea. Si usted no tiene problemas con este discurso, entonces seguramente fue uno de los que adoró La Leyenda de las Ballenas. Yo, la verdad, la aborrecí. Supongo que no soy lo suficientemente conservador para abrazar una película como ésta.
Comentarios
Carlos: Claro que la película pega y gusta. Es su discurso a ultranza de las tradiciones el que gusta. Pero es un discurso conservador, defensor del status-quo. Para que la niña sea aceptada, no tiene que cambiar nada: ella tiene que adaptarse a la idea que tiene el abuelo de lo que es ser "valioso" para la comunidad. El discurso me parece nefasto. En ese sentido, ni modo, soy un liberal clásico.
Duende: la frase famosa de "si quieres mandar un mensaje, manda un telegrama" se le atribuye a Sam Goldwyn de la MGM. En especial, agregaría yo, cuando el mensaje es tan repelente como la cinta de las ballenas.