Confesiones Verdaderas/II
Yo tenía nueve años y se acercaba Navidad, fiesta en la que los niños de mi familia recibíamos regalos de una anciana amiga de la casa. Los regalos llegaron dos días antes de Nochebuena. Descubrí inmediatamente que uno de ellos contenía un proyector de cine y casi me desmayé de alegría. Sin embargo, en el momento del reparto de juguetes, el proyector fue para mi hermano de trece años. Pero éste, que nunca había mostrado el menor interés por la cinematografía, aprovechó la ocasión para venderme el proyector por doscientos soldados de plomo. Dos días más tarde me declaró la guerra, invadió mi país y derrotó a las escasas pero valerosas tropas que me quedaban. Escapé a un oscuro trastero, donde me refugié con mi nuevo juguete. Se llama cinematógrafo.
Era una máquina sencilla, pero más peligrosa que una bomba. Tenía dos bobinas para sesenta metros de película de 35 milimetros, un mecanismo de alimentación, un sector y una buena lente montada en reluciente latón. En el interior de una caja de lata laqueada de negro iban una lámpara de nafta y un espejo reflector. Otra caja azul contenía cuatro metros de película eterna que, como todos los filmes de la época, estaba fabricada a base de nitrato y resultaba pavorosamente inflamable. Una película de nitrato, una lámpara de nafta y un proyeccionista de nueve años en un cuarto oscuro y polvoriento. Ninguna persona mayor advirtió el peligro de mezcla tan explosiva. Durante varios años fui gastando en películas todo mi dinero. Creo que en aquel trastero almacené varios kilómetros de cinta.
A veces me he sentido asombrado al recordar la exaltada e inexplicable emoción del niño que yo era. Si pasaba los fotogramas uno a uno, apenas ocurría nada. Pero si movía la manivela con rapidez, nacía el movimiento: las sombras comenzaban a actuar, las caras se volvían hacia mí, los ojos se abrían y las bocas formaban palabras inaudibles. Recuerdo aquellas imágenes con una claridad y un enfoque que, seguramente, nunca existieron en la realidad.
Ya era dueño de un rectángulo de luz, del incesante movimiento de las sombras y de unas misteriosas relaciones que se adentraban en el mundo de los sueños: el niño de nueve años había tocado la mano de un gigante. Hoy, más de medio siglo después y en la oscuridad de la sala de montaje, aún continúo sintiendo la misma emoción.
Ingmar Bergman
(1918-2007)
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