Sé lo que viste el fin de semana pasado/CCLXII
Actos de venganza (Acts of Vengeance, EU-Bulgaria, 2017), de Isaac Florentine. Un convencional thriller en el que el abogado Antonio Banderas se inspira en las "Meditaciones" del emperador y filósofo estoico Marco Aurelio (121-189 d.C.) para cobrar venganza por el asesinato de su esposa y su hijita. La premisa es de risa loca, pero Banderas se toma en serio todo lo que hace y el director Florentine es especialista en las peleas y el kickboxing. Mi crítica en la sección Prima Fila del Reforma del viernes pasado. (* 1/2)
La cordillera (Argentina-España-Francia, 2017), de Santiago Mitre. El tercer largometraje del consolidado cineasta argentino Santiago Mitre (temprana obra mayor El estudiante/2011, sólida segunda cinta Paulina (La patota)/2015) está ubicado en la cordillera chilena del título, donde se encuentra un exclusivo resort en el que se reúnen los presidentes de América Latina para discutir la inminente fundación de una suerte de OPEP regional, que controle producción, precios y distribución del petróleo.
El protagonista es es presidente argentino, Hernán Blanco (Ricardo Darín, ¿quién más?), un sencillo provinciano, poco sofisticado, algo anodino, que fue gobernador de Las Pampas y que acaba de ser electo. Esta cumbre será la primera reunión de Blanco, a quien sus críticos consideran un tipo débil y mal preparado para estos menesteres maquiavélicos de la política internacional. Quienes llevan la voz cantante en la región es, por el lado sudamericano, el presidente brasileño Prete (Leonardo Franco, cual Lula con más fuerza que simpatía) y, como esquirol de los gringos, el extrovertido y malhablado presidente mexicano Sebastián Sastre (formidable Daniel Giménez Cacho, encarnando a una fusión de Fox y Salinas).
La fundación de la OPEP latinoamericana y las discusiones al respecto son el McGuffin de este sólido thriller político pero, como todo buen McGuffin, por más que le importe demasiado a todos los personajes -a los presidentes de Argentina, Brasil, México, a la mandataria anfitriona chilena (Paulina García en cameo extendido)- la realidad es que a nosotros, los espectadores, nos debe importar muy poco. Blanco tiene, además, otros problemas que resolver, en especial las broncas provocadas por el tumultuoso divorcio de su hija Marina (Dolores Fonzi), quien es enviada a la cumbre a acompañar a su papá para tenerla a la mano. Ahí, Marina tendrá un colapso nervioso que provocará la aparición de un psicólogo (Alfredo Castro, nada menos) que, mediante hipnosis, intentará tratar a la muchacha.
El guion escrito por Mitre en colaboración con Mariano Llinás cuenta dos historias que, aparentemente, tienen poco en común: la grilla internacional de las negociaciones petroleras y la relación del presidente argentino con su perturbada hija. Sin embargo, hacia el final, es evidente que las dos líneas temáticas y las dos fórmulas trabajadas -el thriller político y el thriller psicológico- terminan encontrándose para entregarnos el auténtico retrato de Blanco. La cordillera se descubre, entonces, hacia el desenlace como lo que siempre fue: una oscura y opaca crónica sobre la obtención del poder y el ejercicio del mismo. ¿Qué se esconde en el corazón de alguien que busca el poder y que finalmente lo logra? ¿De qué están hechas estas personas? ¿Qué son capaces de hacer? ¿A qué son capaces de renunciar? (***)
El protagonista es es presidente argentino, Hernán Blanco (Ricardo Darín, ¿quién más?), un sencillo provinciano, poco sofisticado, algo anodino, que fue gobernador de Las Pampas y que acaba de ser electo. Esta cumbre será la primera reunión de Blanco, a quien sus críticos consideran un tipo débil y mal preparado para estos menesteres maquiavélicos de la política internacional. Quienes llevan la voz cantante en la región es, por el lado sudamericano, el presidente brasileño Prete (Leonardo Franco, cual Lula con más fuerza que simpatía) y, como esquirol de los gringos, el extrovertido y malhablado presidente mexicano Sebastián Sastre (formidable Daniel Giménez Cacho, encarnando a una fusión de Fox y Salinas).
La fundación de la OPEP latinoamericana y las discusiones al respecto son el McGuffin de este sólido thriller político pero, como todo buen McGuffin, por más que le importe demasiado a todos los personajes -a los presidentes de Argentina, Brasil, México, a la mandataria anfitriona chilena (Paulina García en cameo extendido)- la realidad es que a nosotros, los espectadores, nos debe importar muy poco. Blanco tiene, además, otros problemas que resolver, en especial las broncas provocadas por el tumultuoso divorcio de su hija Marina (Dolores Fonzi), quien es enviada a la cumbre a acompañar a su papá para tenerla a la mano. Ahí, Marina tendrá un colapso nervioso que provocará la aparición de un psicólogo (Alfredo Castro, nada menos) que, mediante hipnosis, intentará tratar a la muchacha.
El guion escrito por Mitre en colaboración con Mariano Llinás cuenta dos historias que, aparentemente, tienen poco en común: la grilla internacional de las negociaciones petroleras y la relación del presidente argentino con su perturbada hija. Sin embargo, hacia el final, es evidente que las dos líneas temáticas y las dos fórmulas trabajadas -el thriller político y el thriller psicológico- terminan encontrándose para entregarnos el auténtico retrato de Blanco. La cordillera se descubre, entonces, hacia el desenlace como lo que siempre fue: una oscura y opaca crónica sobre la obtención del poder y el ejercicio del mismo. ¿Qué se esconde en el corazón de alguien que busca el poder y que finalmente lo logra? ¿De qué están hechas estas personas? ¿Qué son capaces de hacer? ¿A qué son capaces de renunciar? (***)
La cazadora de águilas (The Eagle Huntress, GB-Mongolia-EU, 2016), de Otto Bell. La opera prima documental de Bell es una convencional feel-good movie tan obviamente tramposa como disfrutable. Estamos en el Macizo de Altái, una cordillera que se encuentra entre Mongolia, China, Rusia y Kazajistán. En ese remoto lugar conocemos a Aisholpan, una sonriente jovencita de 13 años que proviene de una familia nómada kazaja. La niña va a la escuela, quiere ser doctora cuando sea grande pero en este momento su único sueño es seguir los pasos de su papá, alguna vez campeón en el torneo anual de "cazadores de águilas".
Sucede que en esta remota sociedad nómada kazaja, los hombres han seguido una tradición milenaria: capturan aguiluchos dorados -no tan grandes para poder volar, no tan chicos para que no se mueran fuera de su nido- a los que entrenan pacientemente para convertir al animal adulto, la majestuosa águila dorada, en una imponente cazadora de zorros. Cada año, decenas de cazadores de águilas de toda la región participan en un torneo en el que un grupo de muy serios jueces califican al cazador y a su ave. El papá ha ganado en dos ocasiones, el abuelo fue también un cazador, así como lo fue el papá del abuelo y el abuelo del abuelo. No tendría nada de particular que el retoño mayor de la familia quiera seguir esos mismos pasos, pero Aisholpan es una mujer, así que los viejos de la tribu no ven con buenos ojos ese desafío a las buenas costumbres.
Para fortuna de Aisholpan, su padre Nurgaiv es bastante liberal: cree que las mujeres deben tener las mismas oportunidades que los hombres, así que ayuda a su hija a capturar un aguilucho, la entrena concienzudamente a ella y al ave y, luego, la acompaña al torneo anual, en donde han llegado 70 cazadores de toda la región. Aisholpan no solo es la única mujer en el torneo sino, además, el competidor más joven. Su reto es doble. O triple. O cuádruple.
No diré qué pasa en el torneo; baste decir que, independientemente del resultado, Aisholpan tiene luego que demostrarle a los demás y demostrarse a sí misma que, independientemente lo que digan los viejos de la tribu, ella es una verdadera cazadora de águilas, por lo que al final la veremos en los abiertos escenarios nevados cazando un elusivo zorro con su enorme y feroz pajarraco en el brazo.
El cineasta debutante Bell y su cinefotógrafo Simon Niblett -con la ayuda del editor Pierre Takal- logran algunas escenas notables, gracias a la combinación de las clásicas tomas fordianas en espacios abiertos, al uso de drones en las fluidas tomas aéreas y hasta la colocación de una cámara en el cuerpo de una de las águilas doradas. Eso sí, esta virtuosa puesta en imágenes choca a veces con una narración demasiado tramposa -es obvio que algunos pasajes fueron recreados- y con una edificante resolución que roza con lo disneyano. Pero, bueno, tampoco hay razones para quejarse; después de todo, Aisholpan se merece eso y más. (**)
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