En línea: Lady Macbeth
No sabía que existía Lady Macbeth (GB, 2016) hasta que la vi enlistada en el top-10 del2017 que dio a conocer el cineasta de culto John Waters. Me llamó la atención
la forma en la que Waters la definió: la película que es todo lo
opuesto a otra de las obras fílmicas del año, la sátira de horror ¡Huye! (Peele, 2017).
Después
de haberla visto –Lady Macbeth se
encuentra disponible en el servicio estadounidense de streaming de Amazon Prime, además de que ya está en DVD/BD de importación-, tengo que
confirmar que Waters está en lo correcto: la opera prima del director teatral y operístico William Oldroyd no
solo puede aparecer dignamente en cualquier lista de lo mejor de este año, sino que también es una perversa pieza de acompañamiento/contraste de la también opera prima
dirigida por Jordan Peele.
El
título adelanta el tema de la historia, pero no la ejecución de la misma ni,
tampoco, el sentido político/alegórico que tiene el guion de Alice Birch,
basado en el cuento ruso Lady Macbeth de
Mtsensk (1865), de Nikolái Leskov, ya adaptado al cine en varias ocasiones,
en una de ellas por Andrzej Wajda (Obsesión
cruel/1962, no vista por mí) y también convertido en una ópera homónima
escrita por Shostakovich y estrenada en 1934.
Birch
ha movido el escenario de la historia de la Rusia original al norte de
Inglaterra, aunque la época es la misma: 1865. La joven Lady Macbeth del título
se llama en realidad Katherine (la veinteañera Florence Pugh, todo un
descubrimiento) y la conocemos en la primera escena de la cinta, casándose, escondida tras
un velo blanco. Katherine se ha casado con un tal Alexander Lester (Paul Hilton),
un tipo que tiene nombre y dinero y que le dobla fácilmente la edad. El por qué
se casó con ella es un misterio, pues no la toca en la noche de bodas –ni en
las noches subsiguientes-, aunque él sí se toca a sí mismo. La realidad es que
la muchacha fue adquirida, casi como si fuera una suerte de bono extra, cuando el
hombre compró algún pedazo de tierra “que no sirve ni para criar una vaca”.
Katherine
es un objeto más de los Lester, el hijo y su tiránico y anciano padre
(Christopher Fairbank, formidable): sirve de adorno en alguna reunión en la
amplía y fría casa, funciona como rotundo pedazo de carne para los desvíos
onanistas de su marido, está inventariada como propiedad pues se le prohíbe
salir de la casa, es vigilada por la criada negra Anna (Naomi Ackie) bajo las
órdenes de los patrones…
Sin
embargo, pronto queda claro que a Katherine no se le da bien eso de estar
amarrada, como lo dice uno de los criados de la casa, el mulato Sebastian
(Cosmo Jarvis), aunque refiriéndose a una perra a la que saca a pasear por los
alrededores. Katherine demostrará, pues, que es tan inquieta como ese animal y,
eso sí, mucho más peligroso.
La
cámara de Ari Wegner toma de manera constante a Katherine en el centro del
encuadre, dominando el escenario y, al mismo tiempo, siendo objetificada. Es de
esta mirada, la de la cámara, la de nosotros, ante la que se rebela Katherine. Primero,
entregándose al placer con el criado; luego, ante los violentos reproches de su
suegro; después, ante el desprecio de su marido; finalmente, ante su condición
de víctima natural a la que, de manera perversa, maquiavélica, cual Lady
Macbeth shakespeariana, le da la vuelta en la secuencia final, usando tantos
las armas femeninas como las sociales y raciales que tiene a su disposición.
¿Katherine
es una heroína proto-feminista, un simple monstruo de maldad pura o, como lo
dice Sebastian, “una enfermedad”? Pensándolo bien, ¿por qué no puede ser todo
al mismo tiempo?
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