El evangelio de la historia del cine según... Mauricio González/VI






Mauricio González Lara es periodista y de los serios. Se ha especializado en negocios, management y responsabilidad social empresarial. Cuando se le quita lo serio, escribe de cine, de música, de televisión, de comida y le echa bronca a los ñoños. Le sobra tiempo para estar en twitter bajo la identidad de @mauroforever. Su top-10, aquí abajito




No sé mañana, pero ésta es hoy mi religión. Por orden cronológico: 

Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950). La metarreferencialidad como herramienta para generar emoción y significado. En medio del patetismo, la violencia y la enfermedad de su diosa, Erich von Stroheim retoma las cámaras y su mundo, así sea por un brevísimo instante, vuelve a cobrar sentido. No hay momento más posmoderno en la narrativa audiovisual. El final perfecto existe y lo filmó Billy Wilder.

Cuentos de Tokio (Yasujiro Ozu, 1953). En las cintas de Ozu, nos dice el crítico David Bordwell, no hay cortes mientras habla un personaje; “es como si cada individuo tuviera derecho a expresarse sin ser interrumpido”. La estética es el discurso: la firme calma con la que se expone la mezquindad de los hijos frente a los padres se revela como un ejercicio de dignidad y amor hacia todos sus personajes, hacia el espectador mismo. Cuentos de Tokio no sólo es una contundente lección de vida, sino que es un refugio frente al escándalo y la fragmentación reinantes.

La Dolce Vita (Federico Fellini, 1960). El trayecto de la quiebra moral de Marcello Mastroianni va del contagioso disfrute de la sensualidad chic urbana a la soledad más intensa, la que se sufre en penosa cruda colectiva. La angustia de no poder escapar de una fiesta en la que nadie se divierte pero todos aplauden como focas. Toda una polaroid de la decadencia. 

El Audaz (Robert Rossen, 1961). Si bien estamos ante un descenso a los infiernos, donde cada línea y gesto funciona como un baño de ácido, no hay batallas más sinceras e inspiradoras que las libradas noche tras noche por Paul Newman sobre la mesa de billar. La confrontación inicial entre Eddie Felson y Minessota Fats (el formidable Jackie Gleason) es antológica.  Más que una pieza de cine negro, un acabado estudio sobre la derrota, el carácter y la redención. 

Los Pájaros (Alfred Hitchcock, 1963).  El ataque de la naturaleza como extrapolación de la angustia es uno de los tropos más fascinantes del cine. Nadie lo ha hecho mejor que Hitchcock. Cada vez que la veo la encuentro más agresiva, más incómoda, más inquietante. El poema oscuro de Alfred. 

Erase una Vez en el Oeste (Sergio Leone, 1968). Mi western crepuscular favorito. El duelo entre Henry Fonda y Charles Bronson –flashback de “Armónica” incluido– es la cumbre del tiempo mítico de Leone: una sinfonía gloriosa de gestos  y acercamientos donde lo que debería resolverse en un instante se extiende orgásmicamente por varios minutos. 

El Espíritu de la Colmena (Víctor Erice, 1973). La figura rota y ultrajada del monstruo de Frankenstein como símbolo de una infancia vencida por los horrores del mundo. Las imágenes icónicas del cine de nuestra infancia se llenan de significados en la madurez, pero siempre mantienen una belleza original que nos recuerda lo que fuimos y lo que pudimos ser. Una experiencia hermosa y devastadora.  

El Gran Extasis del Escultor de Madera Steiner (Werner Herzog, 1974). Si bien toda la obra documental de Werner Herzog me resulta imprescindible –en especial la que se relaciona con “exploradores del extremo” (Encuentros en el Fin del Mundo, Grizzly Man) –, escojo este hipnótico retrato del esquiador Walter Steiner por su demoledor final, cuando el protagonista revela que su obsesión por saltar más lejos no  obedece ya a una sed de éxtasis, sino al miedo infantil de ser rechazado por los demás. Imposible no odiar al mundo por contaminar esa pureza.

Fraude/F for Fake (Orson Welles, 1975). La secuencia en la que Welles narra el encuentro entre Picasso y su falsificador es la estafa más deslumbrante que se haya visto en la pantalla. Lo más cercano en cine a un ensayo sobre la verdad y el arte. Una radiante carcajada de Orson frente al crepúsculo.  

Mulholland Drive (David Lynch, 2001). Lost Highway, Mulholland Drive e Inland Empire son, en realidad, la misma película: un tríptico monumental sobre fugas psicogénicas y sueños perdidos. Selecciono la segunda pieza porque tiene lo que para mí es la secuencia emblemática de todo Lynch: la sentimental inmersión en las tinieblas del Club Silencio. ¡No hay banda!  

Nota final: No puedo creer que no haya ninguna película de los 40, mi década favorita en la historia del cine, ni que no esté ninguna cinta de Dassin o los hermanos Coen. Ojalá alguien los mencione. Lo más justo sería un top 100.

Comentarios

Anónimo dijo…
Erice y Herzog, interesante. Lo demás, igual que en las otras listas.

a.
Joel Meza dijo…
Ah, Mauro toca lo esencial en este ejercicio que has impuesto a tus colegas y a tus lectores, Ernesto: la justicia. Por que diez? Por que cien? Por que tenemos que elegir? No podemos tener simplemente las peliculas que nos gustan cuando las vemos y ya? Como dice Mauro, no puedo creer que no haya puesto ____ y _____, o _____ y _____. En esto momento vuelvo a pensar en Herzog, que no toque en mi lista y claro que pondria todas las que le he visto (que son las mencionadas aqui, excepto la de Mauro, por cierto). O en Kubrick y sus mencionadas tambien. Los pajaros y el comentario de Mauro me vuelven a provocar terror. La pongo en mi lista? Cual dejo fuera?
Hace rato vi Batman 3 de Nolan. En cambio, nunca estaria alguna de esas en mi lista ni de 10 ni de 100. Me doy cuenta que he visto muchas mas de 100 que estan en mis primeras 10. Y en las siguientes 24 horas estoy por ver al menos una mas que se agrega a esas 10 que no terminan de cuajar. No es justo.
Joel: Pos sí, no es justo. Pinche vida.

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