El evangelio de la historia del cine... según Miguel Cane/IX
El transterrado colega Miguel Cane se llama a sí mismo periodista cinematográfico, más que crítico de cine. Hace bien: es más complicado ser un buen periodista de cine -hace análisis, entrevistas, crónicas- que ser crítico de cine. Por lo demás, Cane demuestra en las siguientes líneas que es, también, como no, un apasionado crítico de cine. O, si se quiere, un apasionado del cine.
¡Qué faena tan difícil ésta de
tener que elegir! Sobre todo por las muchas implicaciones que tiene.
Decidí ser muy estricto conmigo
mismo: por lo tanto, limité el periodo al que más me interesa del cine
contemporáneo: 1959 a 1979.
Siento que es realmente la última
época en que se hizo cine para adultos con recursos de estudio, algo que decayó
en los 80 y ahora se ha convertido en vil mendigueo de premios... donde el cine
independiente se ha tornado en el verdadero remanso del adulto que quiere
encontrar una historia y los antaño grandes estudios son la máquina alimentaria
del American Teen con déficit de atención, obsesión con el superhéroe
(que no es algo malo, pero sí odioso) y un inmoderado amor por el chistorete
vulgar y los pedos.
Es la época a la que pertenecen
las últimas obras maestras modernas, como Taxi Driver, Mary Poppins,
Persona, Apocalypse Now, El apartamento, Gritos y Susurros, El Padrino, Pink
Flamingoes, Nashville, 2001, Irma la dulce, La Dolce Vita, Carrie, Cría Cuervos,
El Bueno el malo y el feo, El Gatopardo, Belle de Jour, Sed de mal, Annie Hall,
Psicosis, El Verdugo, Solaris, Pickpocket, Lawrence de Arabia, El Graduado,
¿Qué fue de Baby Jane?, Aguirre: La Ira de Dios, El Exorcista, Tiburón, El
Ángel Exterminador, Jules et Jim, Doctor Zhivago, Los Caifanes, Los Pájaros,
Manhattan, Hiroshima mon amour, El Espíritu de la Colmena, Ben-Hur, Star Wars,
Patton, Blowup, My Fair Lady, así como centenas de otros filmes
amados por muchos, que han aparecido en listas como esta por años y en algunos
casos hasta las encabezan.
Curiosamente, no todas las
películas que rescato son para adultos. Pero eso es lo de menos. Hablábamos una
vez del amor que nos ciñe a un filme determinado, por muy falible que pueda
ser. Esta lista está compuesta de filmes a los que amo. Y me sobraban. Cada vez
que cambiaba uno, no era una decisión exenta de dolor.
¿Cómo puedo considerar a Marienbad
por encima de Hiroshima? El amor no entiende de cánones. ¿Cómo pudiste
dejar de lado a Hitchcock, a Ford, a Wilder, a Bresson, a Bergman, a Kubrick?
Porque otros los tomarán, sin duda.
Verás, no quise hacer una lista
que incluyera los directores o filmes que por rota se incluyen, el ritual del
“que sabe más”, el cliché triste de lo que “debe ser”, el canon inamovible.
Todo eso de lo que ya hablamos. Aquí hablo de amor. La expresión que tanta
agrura le causa a algunos conocidos de “la carta de amor a...” Pues eso.
Hablo de lo que me dio amor
cuando empecé a ver cine, de lo que me sigue dando amor cuando regreso a él.
Hay muchos filmes que son evidentes e inamovibles. No me necesitan. De hecho, y
siendo humildes, ninguno me necesita. Pero quise darles mi voz de todos modos.
Gracias por invitarme, tocayo.
Espero no defraudarte.
*
Rosemary's Baby/ El Bebé de Rosemary (1968)
En su primer filme made in
Hollywood, Roman Polanski, que había causado sensación en Europa con Cuchillo
en el agua (1962), Repulsión (1965), Cul-de-Sac (1966) y La
Danza de los Vampiros (1967), adapta la exitosa novela de Ira Levin, que
plantea lo insólito en un contexto absolutamente realista y cotidiano, un tema
que es inherente a toda su obra. Mia Farrow, que a la sazón tenía veintidós
años y solo tenía como respaldo el rol protagónico en la telenovela La
Caldera del Diablo (Peyton Place), es una revelación como Rosemary
Woodhouse, ama de casa y esposa de un actor ambicioso y sediento de
reconocimiento (John Cassavetes, en una interpretación intensa y subversiva),
que se mudan a un apartamento en un imponente edificio decimonónico en el West Side
de la ciudad de Nueva York. Sus vecinos, Roman y Minnie Castevet (Sidney
Blackmer y una formidable Ruth Gordon) son una pareja de excéntricos y
entrañables ancianos, que inesperadamente se convierten en parte de sus vidas.
Cuando, después de un sueño alucinante y febril, Rosemary se descubre encinta,
pareciera que su ilusión más acariciada – ser madre – se vuelve realidad, no
obstante, es ese mismo tejido el que comienza lentamente a desbaratarse y las
luminosas habitaciones de su pequeño hogar perfecto se ensombrecen. Con una
economía de lenguaje y una sutileza de cámara, Polanski poco a poco revela –
prácticamente desde el principio – los elementos ambiguos de su narrativa: lo
que sucede ¿es real o no? ¿Existe un culto de satanistas en pleno corazón de
Manhattan? ¿Es todo efecto de una paranoia que brota súbita en la mente de una
joven ingenua y conflictuada por su lugar en el mundo moderno? Siguiendo la
pauta de la novela con una fidelidad inaudita (era su primer guión adaptado)
Polanski guía a Mia por escenas que van del humor sardónico a la ansiedad
asfixiante, sin perderla de vista un solo momento. Con valentía, la actriz se
pone en sus manos y entrega una interpretación emblemática, irrepetible. Es
imposible imaginar a nadie más en el rol – si bien la Paramount tuvo bastantes
problemas para encontrar quién lo encarnara: todas las actrices contempladas,
como Jane Fonda y Tuesday Weld, rechazaron el papel; Polanski pensó en
ofrecerlo a su entonces prometida, Sharon Tate, pero no lo consideró ético y Mia
fue una elección de último minuto por parte de Robert Evans, entonces director
del estudio, que veía el matrimonio de ella con Frank Sinatra (mismo que se
disolvió abruptamente en pleno rodaje) como garantía de taquilla – al que
imprime una vulnerabilidad empática: es la víctima perfecta y el espectador no
puede distanciarse de su peregrinar hacia la cuna en la que se encuentra por
fin como perpleja madre de un engendro infernal. Clásico moderno, creó una
tendencia en el género y sin él obras como El Exorcista (Friedkin, 1973)
o La Profecía (Donner, 1976) no existirían. Hoy en día, el género es muy
diferente y no sabe de sutilezas, pero como parte esencial de la atmosférica
Trilogia de los Apartamentos (que incluye a Repulsión y El Inquilino
(1976) y en mayor o menor grado a Carnage)se mantiene como un referente
inamovible del cinema. Que Polanski se rehusara a mostrarnos al presunto bebé
del título es quizá el toque maestro; nunca sabremos qué sucedió realmente en
el hogar de Rosie, pero sabemos que, sin que importe el origen de su criatura,
su instinto materno es más fuerte, aún si implica el triunfo del mal.
L'Année dernière à Marienbad/ El año pasado en Marienbad (1961)
Un hotel palaciego, en algún
lugar de los alpes austriacos. O tal vez no. Hermosos salones de ornamentación
rococó, cada uno más suntuoso, opulento y ostentoso que el anterior. Una voz
monótona que describe en un monólogo obsesivo cada detalle de lo que ve
mientras un inmenso tracking shot nos lleva en línea recta por los
intestinos de este monstruo perfecto, hasta depositar nuestros ojos a los pies
de A (Delphine Seyrig, est habillé por Chanel, en pose excelsa de diosa
inalcanzable) una elegante mujer a quien B (Giorgio Albertazzi, el narrador)
trata de persuadir con insistencia, de que tuvieron un affair el año
pasado, en Marienbad o tal vez en Frederiksbad, o Baden-Salsa. Ella lo niega,
él insiste. Así, en obsesivos giros circulares, una espiral de tomas se
repiten. La lógica onírica del filme establece sus propias reglas. En
colaboración Alain Resnais (que junto con ésta, Hiroshima Mon Amour
(1959) y Muriel (1963), establece la trilogía del tiempo líquido,
posiblemente lo más significativo de su canon) y Alain Robbe-Grillet rompen y
transgreden el tiempo y el espacio: el escenario salpicado de zombis con
atuendos chic y peinados de moda. Los setos de jardín que no proyectan
sombras. Las emociones contrapuestas. Resnais se desentiende de cualquier hilo
narrativo verosímil y juega con las palabras confeccionadas por Robbe-Grillet.
Sacha Vierny les sigue el paso con tomas espectaculares, con una adoración
fervorosa por la exquisita belleza de la Seyrig, que pasa de Vamp a Ingènue,
Puta a Virgen, Madrastra a Cenicienta, muchas veces en una sola toma, con un
solo gesto. Posiblemente el filme original más referenciado que existe no sólo
en cine – véase Persona (Bergman, 1966), 2001: Odisea del Espacio
(Kubrick, 1968), Picnic en Hanging Rock (Weir, 1975), El resplandor (Kubrick,
1980), El contrato del dibujante
(Greenaway, 1982), Eduardo II (Jarman, 1991), Reencarnación
(Glazer, 2003), Inland Empire (Lynch, 2006), Yo soy el amor
(Guadagnino, 2009) y Melancolía (von Trier, 2011) como ejemplo de esto –
si no también en fotografía de modas y hasta en videos de rock (bandas como
Eurythmics, Shakespear's Sister y Blur le han rendido homenaje visualmente), es
completamente inclasificable. El propio Resnais ha dicho que el filme es solo
una aproximación a un patrón de pensamiento, abierta a todo tipo de
interpretaciones.
Sunday Bloody Sunday (1971)
Estrenada en Inglaterra cuando
John Schlesinger era considerado uno de los directores comerciales con más
éxito (había ganado un Oscar el año anterior por la formidable Midnight
Cowboy, su primer filme americano), esta cinta escrita con dolor por
Penelope Gilliatt, vino a ser un impactante golpe para los espectadores de la
mediana burguesía que componían la media que acudía al cine “para adultos” de
entonces. Con franqueza y sin adornos, nos presenta las vidas de tres
personajes: Alex Greville (una gloriosa Glenda Jackson, viva, urgente), una
divorciada de treinta y tantos años y Daniel Hirsh (Peter Finch, en un rol
originalmente ofrecido a Alan Bates), un médico judío de alta posición. Ambos
tienen varias cosas en común, pero la más notable es una relación amorosa con
Bob Elkin (Murray Head), un escultor vanguardista y bisexual. Rompiendo con las
barreras de la censura con una elegancia que da la vuelta a lo que en manos
menos hábiles y sensibles sería un sórdido melodrama, Schlesinger muestra a sus
personajes en toda su humanidad; sin subterfugios. Londres, deprimida y
deprimente, sumida en una crisis económica y en la cruda de los Swinging
London Years, es un personaje más que se incorpora a la mezcla. El amor de
Alex y Hirsh por el diletante sexual Bob es un reflejo de las emociones y habla
al espectador de sus propios sentimientos y temores. Un filme definitivo,
polémico, que sirvió como parteaguas en el lenguaje cinematográfico y que deja
una profunda huella no solo en otros cineastas (el más reciente, Andrew Haigh,
cuya estremecedora y dulce Weekend (2011) es descendiente directa de
esta cinta) sino en generaciones de espectadores.
Petulia (1968)
Realizado en San Francisco,
durante el Summer of Love de 1967, el primer filme estadounidense de
Richard Lester (A Hard Day's Night, 1964) es de una extravagancia única:
empieza in media res y simultáneamente presenta su inicio y desenlace
(ecos, ciertamente, de Marienbad). Petulia Danner (Julie Christie,
radiante de carisma) es la proverbial pobrecita niña rica, que durante una
fiesta de gala para recaudar fondos hospitalarios, se lanza, sin pudor alguno
sobre el adusto Archie Bollen (el gran George C. Scott), médico cuarentón aún
desorientado por la repentina decisión de su mujer (la estupenda e
infravalorada Shirley Knight, que al año siguiente estaría increíble en The
Rain People de Coppola) de divorciarse. La cosa se complica porque Petulia,
inglesa, excéntrica e irresistible, está recién casada con David (Richard
Chamberlain) igualmente rico y ocioso, pero con una neurastenia que raya en la
violencia brutal. La historia de los encuentros y desencuentros de esta pareja,
se fragmenta en flashbacks y (para su época muy atrevidos) flashforwards,
por lo que no hay una coherencia narrativa convencional, pero que conforman un
fresco alegórico de un lugar y un tiempo muy específicos. Como director de
fotografía, Nicolas Roeg, que ya había trabajado como DP para Lean, Truffaut,
Schlesinger y Ronald Neame, da visos de la rúbrica estilística que imprimirá
después a su obra como director (Walkabout (1971), Don't Look Now
(1973), El hombre que cayó a la tierra (1976), Bad Timing (1981),
etcétera) y capta la ciudad con todos sus vibrantes y psicodélicos colores.
Esos y otros elementos – cameos de músicos en plena actuación, como Janis
Joplin y los Grateful Dead, la simbólica presencia de monjas alegres en coches
deportivos, la composición de cada escena en locación – hacen que sea un filme
único, imposible de comparar y/o de clasificar.
Sleeping Beauty/La Bella Durmiente (1959)
Primer amor. Es imposible hablar
de cine y no admitir que todos, muy probablemente, nuestra primera experiencia
como espectadores la tuvimos ante una pieza de la casa Disney. Tanto como
arrogante es desdeñarlas y considerar la animación generada por dicho estudio
en los 30, 40 y 50 como una “baratija menor” que desmerece ante las grandes
obras interpretadas y dirigidas “en vivo” en el mismo periodo. El contacto
primigenio con las emociones, se da precisamente con el cine animado; de ahí
los traumas tan acendrados con el síndrome de separación materno/filial que
suscitan Dumbo y Bambi, o la repugnancia ante la injusticia
social en Cenicienta (que no por ser la virtual esclava doméstica de su
madrastra pasivo/agresiva y sus engendros, dejaba de ser una niña bien), la
angustia de perder a Reina en La Dama y el Vagabundo o de plano el
horror implícito y gráfico en varias secuencias de la monstruosa Pinocho.
Para este filme, que le tomó al estudio ocho años completar (y que casi los
lleva a la ruina), Disney giró órdenes a un enorme equipo de animadores,
encabezados por Marc Davis, Les Clark, Eric Larson y Wolfgang Reitherman, bajo
la supervisión de Clyde Geronimi, de crear una “ilustración móvil”. Para esto,
dio total libertad al artista gráfico Eyvind Earle, que diseñó los personajes y
dibujó cada uno de los escenarios, interiores y externos, con un detalle
inusitado, basándose en arte gótico de la última etapa de la Edad Media y
algunos detalles del renacentismo: el resultado, en un proceso que se llamó
Technirama 70 (que incluía celuloide de 70 mm) fue algo nunca antes visto y que
no ha logrado repetirse (y a juicio de muchos expertos, incluso superarse). El
diseño de personajes, más cercano a la realidad que nunca antes hasta la fecha
– todo el proceso se hacía a mano – da frutos memorables: Maléfica, la más
inquietante de las villanas del estudio: amoral y sin motivaciones, el mal
absoluto, encarnado en elegancia, la propia Aurora, encarnación de la belleza
ideal y el príncipe Felipe, primer héroe de acción creado por el estudio, que
vino a romper el molde establecido por sus predecesores en Blanca Nieves
y Cenicienta, que eran meros accesorios. La elección de llevar como
banda sonora el ballet de Piotr Tchaikovsky, también es un acierto y se presta
a la atmósfera que Disney buscaba. La cinta es efectivamente una joya (la
restauración en Blu Ray es impresionante) técnica y artística, si bien sus
temas y desarrollo, desprovistos casi totalmente de la comedia y la inocencia
de cintas anteriores (en ciertos niveles, ésta versión del cuento de Perrault
es básicamente una historia de terror) no la hicieron muy popular en el momento
de su estreno. Reverenciada por profesionales (incluyendo a los genios de Pixar
John Lasseter y Brad Bird), es posiblemente el filme de animación tradicional
más innovador en su estética y narrativa, y más hermoso en su diseño, que se
haya hecho nunca.
La Nuit Américaine/ La Noche Americana (1973)
Pésele a quien le pese el
término, la manera más adecuada de referirse a esta cinta, es como la carta
de amor (así, con todas sus letras) de Truffaut, al cine, desde todos los
puntos de vista: como oficial, como aprendiz, como intérprete y como
espectador. El rodaje en Marsella del melodrama de mediano presupuesto “Les
presento a Pamela”, sirve como el microcosmos en el que Truffaut (que escribe,
dirige y actúa) muestra las vidas nada glamorosas de su equipo y elenco; así,
se suceden las situaciones contrapuestas; los contratiempos de producción donde
el ingenio es vital, las crisis de los actores – Jacqueline Bisset en su rol
más memorable y lucidor, como una joven estrella británica, recuperándose de un
colapso mental; Valentina Cortese como la diva ya madurita y dipsómana,
Jean-Pierre Léaud (el alter ego favorito del director) como el joven
galán, obsesionado con el sexo y Jean-Pierre Aumont como el galán otoñal con
sus propias cuitas – y la trama de la cinta se van sucediendo, igual que los
encuentros y desencuentros en la realidad y la ficción. Este ejercicio “meta”
de Truffaut, se veria reflejado años después en El último metro (1980),
en esa ocasión dedicado al mundo teatral durante la época de la ocupación Nazi.
Moderna (incluso Post, en algunos aspectos), y en momentos dura mas no
desprovista de cierta misericordia, ni de una fina veta de humor socarrón, amén
de contar con una de las mejores partituras originales del hoy casi olvidado
Georges Delerue [su climático “Chorale” es una gran pieza sinfónica, más allá
de su origen], es una de las grandes obras de un director que amaba
profundamente el oficio que aprendió a ejercer y de todas las películas que
hacen referencia a esta área de la industria – otros ejemplos son Sunset
Boulevard (Wilder, 1950), The Bad and The Beautiful (Minnelli,
1952), A Star is Born (Cukor, 1954) The Big Knife (Aldrich, 1955),
Day of the Locust (Schlesinger, 1975) o The Player (Altman, 1992)
– es la que más humanidad y calidez tiene; una rúbrica de su creador.
Breakfast at Tiffany's /Desayuno con diamantes (1961)
La esquina de la calle 57 Este y
la Quinta Avenida, a las 6 am, en un Manhattan que ya no existe, mas que en
esta pelicula. Holly Golightly (Audrey, siempre Audrey) se detiene con aire
melancólico, a contemplar los aparadores de Tiffany & Co. Con esta toma
emblemática, Blake Edwards abre su primer filme importante y uno de los más
memorables de su época. La historia de dos putos – porque eso son Holly y Paul
Varjak (George Peppard): se dedican al oficio, aunque aquí sea de alto standing
como “amiguitos” de los ricos – que descubren los primeros tentativos aspectos
de un amor “real” (o lo más parecido a ésto, dados sus estándares), que en su
adaptación hecha por George Axelrod, no se parece demasiado a la novella
de Truman Capote (que de hecho hizo diversos berrinches, el principal porque
quería a Marilyn Monroe como protagonista) se torna en una comedia de hilado
fino, cautivó a generaciones de espectadores y se pasó la censura sutilmente
por el arco del triunfo. Edwards da aquí visos de su ingenio para la dirección
de actores, para establecer atmósferas algunas veces improvisadas (la escena de
la reunión en casa de Holly es el plano directo para La Fiesta Inolvidable,
de 1968) y para mostrar lo sórdido no sin un cariz de ternura. Que el filme se
haya convertido en algo icónico, incluyendo la memorable canción de Johnny
Mercer y Henry Mancini (todo mundo ha escuchado al menos una vez Moon River),
tiene su mérito. Como nota personal, debo añadir que esta es la primera
película que recuerdo haber visto en cine, que no fuera de animación (bendito
cine Bella Época) y es por esas razones sentimentales que vive de manera
permanente en mí.
The Go-Between/ El Mensajero (1971)
“El pasado es otro país. Ahí se hacen las cosas de modo
distinto.”
Adaptada por Harold Pinter de la
novela de L.P. Hartley, esta es la obra maestra de Joseph Losey, quizá aún más
que El sirviente (1963) y le valió ganar la Palma de Oro en Cannes; con
una suntuosa puesta en escena, reminiscente de Visconti, Losey presenta, plena
de matices, una trama de inocencia perdida, amor, devoción y crueldad
irresponsable, de largas consecuencias, ambientada en 1900. Julie Christie (en
el apogeo de su hermosura) es Marian Maudsley, – a los 29 años, temía que ser
casi una década mayor que el personaje afectara su interpretación, pero se
descarta apenas aparece a cuadro – que con encanto irresistible persuade a Leo
Colston (Dominic Guard), un niño de doce años, amigo e invitado de su familia,
de ser quien se ocupe de llevar y traer la correspondencia secreta, que indica
citas de una relación sexual clandestina que mantiene con Ted Burgess (enorme
Alan Bates), un atractivo granjero vecino, de clase social inferior, pese a
estar comprometida con el desfigurado – y benévolo – vizconde Hugh Trimingham
(Edward Fox). Lo que sucede es por partes emocionante y desgarrador; es imposible
quedar indiferente al ver lo que Leo, ya mayor (Michael Redgrave) recuerda
desde la coraza de desconexión afectiva que tiene en su edad madura. Filmada en
locación, con cuidado excepcional por parte de Losey en el uso de luz natural y
partitura de Michel Legrand, que se incorpora como elemento dramático a la
narrativa, la cinta tiene imperfecciones, pero en conjunto con sus grandes
aciertos, dan un cariz de belleza que desafía al tiempo. Igual que la novela
que la origina, ésta podría ser una historia chabacana de triángulos amorosos
en la agónica era victoriana, pero al igual que Hartley hace su relato
trascendente, el conjunto de Losey, Pinter, Christie, Bates y Guard, con
colaboración extraordinaria del cinefotógrafo Gerry Fisher y Margaret Leighton (una
actriz de carácter que no cosechó celebridad, pero sí espléndido trabajo) como
la madre de Marian, consiguen que sea una experiencia emocional para el
espectador (especialmente aquél que la descubre por primera vez) y el efecto al
cierre, es demoledor y catártico.
Les Parapluies de Cherbourg/Los Paraguas de Cherburgo
(1964)
El universo fílmico del
desaparecido Jacques Demy es muy distinto a las obras que en su momento eran
sus contemporáneas. Mientras que la nouvelle vague buscaba romper moldes
y encontrar un nuevo lenguaje, Demy recurría a la nostalgia para su propia
universo particular; así creó Lola (1960), la historia de una cantante
de cabaret (Anouk Aimée) que le rompe el alma a un enamorado, y da un sesgo a
la historia en esta cinta, que es, hasta la fecha, el único filme (ni West
Side Story lo hace) donde todos los diálogos son cantados – a la
manera de una opereta, compuesta por Michel Legrand –. En el puerto de
Cherburgo, Guy Fouché, un mecánico automotriz (Nino Castelnuovo) se enamora de
la hermosa adolescente Geneviève Emery (Catherine Deneuve, exquisita en su
primer papel importante), cuya madre posee una tienda de paraguas. El romance
entre ambos es tierno y deslumbrante – como el esquema de color – pero siendo
un filme de Demy, no todo es lo que parece y bajo la música y el baile, hay una
vertiente de amargura y el duro golpe de la realidad, toda vez que Guy es
reclutado para ir a la guerra de Argelia y el “verdadero amor” se va al diablo
al entrar en juego intereses económicos, el tedio, la distancia y el desengaño.
Demy da golpes duros con guantes primorosos, y la película se queda grabada en
la memoria para siempre. Deneuve – aunque no es ella quien canta, su voz fue
doblada por la soprano Danielle Licari – es una presencia luminosa, pero su
personaje, bajo su aspecto dulce, es un primer atisbo a lo que la llevaría a
ser el monstruo más bello del mundo – título que obtendría con sus apariciones
en Repulsión, Belle de Jour y El Ansia – . Por varias décadas el
filme estuvo deteriorándose, y fue gracias la intervención del ministerio de
cultura francés y de Agnès Varda, la viuda de Demy, que pudo hacerse una
restauración exhaustiva y cuadro por cuadro, que devolvió a cada toma el
insólito esplendor y colorido que Demy había imaginado. Bello y triste, es un
musical que permanece vibrante en la memoria, aún si prescinde del happy
ending que en el género solía ser, hasta entonces, de rigor.
La Notte/ La Noche (1961)
Al pasar a la historia la escuela
del neorrealismo italiano de Rossellini y De Sica a mediados de los 50,
surgieron cineastas que buscaban nuevas maneras de expresarse y de explorar el
medio; mientras Fellini exploraba las luces rutilantes y las contrastantes
extravagancias de la vida, Pasolini suscitaba el shock de la sociedad y Visconti
arrancaba la piel a la burguesía para exhibir su nervio, Antonioni se volcó a
encontrar las formas que tenemos de mentirnos a nosotros mismos, de no
comunicarnos aún en la misma cama. Ese fue su tema principal en La Notte, donde un matrimonio
convencional – Marcello y Jeanne Moreau, suprema en belleza y sutil
interpretación- poco a poco se va desintegrando moral y psicológicamente en el
transcurso de veinticuatro horas: cada escena rompe el corazón, lo hace
girones; y lo hace sin estridencias ni melodrama. La cámara sigue a Lidia
(Moreau), la esposa del escritor y perodista Giovanni Pontano, por las calles
de Milán, mientras trata de recuperar el sentido de su matrimonio, recordar por
qué está casada con ese hombre. Posteriormente, acuden a una sofisticada fiesta
de sociedad; ambos coquetean con la idea del adulterio, pero el desenlace es
tan ambiguo como contundente. Esto lo hace Antonioni valiéndose de muy escasos
diálogos, pero los que hay se manifiestan brillantes; se clavan como espinas
cuando es necesario. No ofrece explicaciones ni las busca. Y esto, si bien
(como en el caso de Bergman) no le valió ser popular ante el grueso de los
espectadores, le pudo hablar a algunos más claramente que otras cintas de su
época.
Comentarios
Yo ya sabía que el Bebé de Rosemary iba a estar en esta lista.
Saludos a Miguel, uno de mis mas implacables teachers en esto de la cinefilia.
Abrazo!
@Zyanyamariana