Me gusta pero me asusta
En la premisa de Me
gusta, pero me asusta (México, 2017), séptimo largometraje del culichi "autoexiliado" de la Perla del Humaya Beto Gómez (única y ya lejana obra mayor
insuperada Puños rosas/2004),
descansa una idea interesante y hasta provocadora: realizar una screwball comedy clásica pero a la
mexicana, protagonizada por una inútil “niña bien” que vive en la Condesa y un
ingenuote joven sinaloense, sombrerudo y que habla a gritos y que, por
supuesto, por ser sinaloense y porque así le conviene a la comedia, es el hijo
menor de una poderosa familia de narcos.
La antiquísima fórmula boy-meets-girl, que en el contexto del cine hollywoodense clásico es una propuesta progresista, audaz y hasta proto-feminista (véase si no Sucedió una noche/Capra/1934, Terrible verdad/McCarey/1937 o Ayuno de amor/Hawks/1940), en las muy mexicanas manos de Beto Gómez y sus coguionistas Aurora Jáuregui y Alfonso Suárez, se convierte en otra cosa muy distinta: en el triste pretexto para una paupérrima comedia, convencional a rabiar y temerosa de la propia audacia de su premisa.
La antiquísima fórmula boy-meets-girl, que en el contexto del cine hollywoodense clásico es una propuesta progresista, audaz y hasta proto-feminista (véase si no Sucedió una noche/Capra/1934, Terrible verdad/McCarey/1937 o Ayuno de amor/Hawks/1940), en las muy mexicanas manos de Beto Gómez y sus coguionistas Aurora Jáuregui y Alfonso Suárez, se convierte en otra cosa muy distinta: en el triste pretexto para una paupérrima comedia, convencional a rabiar y temerosa de la propia audacia de su premisa.
Me
explico y, para hacerlo, tendré que revelar la sorpresiva, didáctica y
aleccionadora vuelta de tuerca del final, así que de una vez aviso que no
acepto reclamos de ninguna especie: sobre aviso, no hay engaño. Si no quiere
enterarse del final de esta película, no siga leyendo. O siga haciéndolo, si es
tan machit@.
La
premisa a la que me refiero es la que se vislumbra en el simpático tráiler del
filme –de lejos, mucho mejor que la película. El joven sinaloense Brayan
Rodríguez (el culichi Alejandro Speitzer) es enviado por su padre, el severo
patriarca Don Gumaro (Joaquín Cossío en eterno papel de Cochiloco), a la Ciudad
de México, con el fin de extender los productivos negocios familiares que, se entiende,
están basados en el narcotráfico.
Acompañado
por su padrino, el muy bragado y sinaloense Norris Zazueta (Héctor Kotsifakis,
ejemplar), Brayan llega a la ciudad, se topa con la novísima agente
inmobiliaria Claudia Aguilar (Minnie West) y, antes de que usted pueda
deletrear “flechazo”, se enamora de ella. Por supuesto, como Brayan es de
seguro un narco –de hecho, trae chica pistolota que se le cae a la primera
provocación-, a la chica “babas” le da miedo darle el sí. El muchachito se ve
decente y nosotros sabemos que no se quiere dedicar al negocio de la familia –no
quiere ser narco, sino chef-, pero lo cierto es que el tal Brayan proviene de
una familia en la que los negocios se arreglan a balazos. O sea, a Claudia, Brayan
le gusta, pero le asusta.
Pero
he aquí que todo ha sido una confusión, pues tanto Claudia como el público
mismo ha sido presa de los peores prejuicios habidos y por haber: la familia de
Brayan no es de narcos… ¡sino de ganaderos! Es decir, a pesar de que Brayan, su
tío-nino Norris y sus achichincles pagan todo en efectivo, manejan un
camionetón placoso y andan armados, no son ningunos malandrines sino meros sinaloenses
ricachones, broncos pero honrados (aunque, por la forma de comportarse, también
unos buchones-wannabes).
Es
decir, la única idea de toda la película que valía la pena explorar/explotar –el
choque del mundo “nice” y chilango de la niña consentida Claudia vs. el
hipotético mundo violento de la familia de narcos sinaloenses de Brayan- es
echada a la basura por una vuelta de tuerca tan didáctica como pacata. Si a
esto le agregamos que Beto Gómez parece haber involucionado en un cineasta con cada
vez menos recursos –su extraordinaria Puños
rosas parece haber sido realizada por otra persona- y que sus actores
protagónicos no son graciosos ni carismáticos, el asunto termina en el terreno
de la pena ajena.
Hacia
el desenlace, vemos la obligada persecución de Claudia (en taxi) por Brayan (a
caballo), con todo y beso, reconciliación y final feliz. El siempre bienvenido Silverio
Palacios, testigo del final, dice a voz en cuello, para que todos lo oigamos: “¡Caray, hasta
parece película de Pedro Infante!”. Sí, como no: brincos dieran.
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