En línea: El experimento de Milgram
En vista de que la cartelera comercial nos ofrece el peor fin de semana del año en cuanto a estrenos se refiere, no queda más que refugiarse en las novedades que se encuentran en
la red, por ejemplo en Netflix, plataforma que estrenó hace unos días El experimento de Milgram
(Experimenter, EU, 2015), dirigida por el prolífico y versátil Michael
Almereyda, un cineasta independiente gringo prácticamente desconocido en
México, cuya única película estrenada comercialmente en nuestro país fue su
brillante adaptación de Hamlet (2000)
al mundo ejecutivo contemporáneo.
El
Milgram del título en español es Stanley Milgram (1933-1984), un polémico
psicológico social que alcanzó bastante notoriedad en los años 70, a partir de
que se hicieron públicos los resultados de cierto proyecto de investigación
realizado en la Universidad de Yale a inicios de los años 60.
La
investigación es mostrada en los primeros minutos del filme: dos tipos comunes
y corrientes (Anthony Edwards y Jim Gaffigan) juegan papeles definidos al azar.
Uno de ellos (Edwards) será “el maestro” y el otro (Gaffigan) “el aprendiz”.
Separados por una pared y sin verse mutuamente, “el maestro” le hace varias
preguntas de opción múltiple al “aprendiz” y cuando éste falla, “el maestro”
está obligado a aplicar sucesivas descargas eléctricas hasta llegar al límite
de 450 voltios.
A
pesar de que “el maestro” escucha los gritos, los reclamos y hasta los ruegos del
“aprendiz” de que detenga la prueba, “el maestro” sigue con la tortura hasta el
final. Es cierto que algunos de los “maestros” muestran nerviosismo, dudan,
tratan de levantarse o hacer trampa (apagar la máquina eléctrica, por ejemplo),
pero al final de cuentas, la enorme mayoría –para ser precisos, el 65% de los
participantes, según los resultados publicados- siguió con las órdenes dadas
por un imperturbable hombre de bata gris. Después de todo, no es su responsabilidad: solo
están siguiendo órdenes.
Supongo
que ya se imaginará cuál fue el origen de esta investigación: Milgram, judío e
hijo de inmigrantes este-europeos, trataba de comprender por qué tanta gente
común y corriente había seguido sin chistar órdenes criminales en la Alemania
nazi. Los resultados fueron desalentadores: dos terceras partes de los
individuos –sin distingo de raza, género, edad y, luego, cuando se replicó el
experimento en otros países, sin distingo de nacionalidad- estaban dispuestos a
seguir cualquier orden si alguien con autoridad se los mandaba.
El
tema es fascinante de por sí, con todo y sus discutidas implicaciones éticas,
pues Milgram les mentía a los “maestros” sobre el sentido de la investigación
diciéndoles que estaba estudiando el papel del castigo como forma de
aprendizaje, además de que la tortura en realidad nunca existió, pues “el
aprendiz” dizque electrocutado era un actor que formaba parte del equipo de Milgram. De hecho,
podría decirse que el único torturado –psicológicamente
hablando por lo menos- era “el maestro” que, al terminar la prueba, se daba cuenta que había
sido capaz de seguir órdenes irracionales y crueles.
Almereyda
es alérgico a los convencionalismos y a la repetición, por lo que esta cinta es
todo menos una biopic tradicional
sobre Milgram (interpretado por un perfecto Peter Sarsgaard, entre la
melancolía y el aburrimiento). Así pues, los minutos iniciales de la
presentación del experimento es interrumpida por el constante rompimiento de la
cuarta pared, cuando el propio Milgram, en calidad de narrador omnisciente –nos
llega a hablar de su futuro y hasta de su hija no nacida-, reflexiona sobre el
resultado de sus trabajos -el inquietante “elefante en la habitación” del que
nadie quiere hablar- para conectarlos con la realidad del momento –el juicio de
Adolf Eichmann en Jerusalén, por ejemplo.
Formalmente
hablando, Almereyda se mueve, caprichosamente, de una puesta en imágenes
funcional –otra vez los minutos iniciales- a un tono anacrónicamente artificioso,
con todo y back-projection hitchcockiano
o escenarios convertidos en dioramas, como para hacernos olvidar el entorno y no
perder un detalle de lo que realmente importa: la proclividad que tenemos los
seres humanos para renunciar al ejercicio de nuestra responsabilidad moral. La proclividad que tenemos para seguir órdenes.
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