Alien: Covenant
Diez años han pasado desde que la misión de la nave Prometeo (Scott, 2012) terminó mal
–pero apenas cinco de la cinta homónima- y ya estamos de nuevo en el espacio
con ooooootra tripulación (esta vez de quince miembros) en ooooootra nave (ahora
llamada Covenant), pero con los mismos aliens de siempre. O, bueno, más o menos
los mismos.
Alien: Covenant (Ídem, EU, 2017) es
dirigida, como Prometeo, por el
iniciador de la saga, el Ridley Scott de Alien,
el octavo pasajero (1979), mientras el guion ha sido escrito por la extraña
pareja formada por el experimentado John Logan y el debutante Dante Harper,
sobre un argumento del casi también debutante Jack Paglen y del escritor
televisivo Michael Green.
El resultado de tanta mano metida en la historia es
una disparejísima cinta que se salva por el buen oficio de Scott –no hay nadie
como él para hacer que un alien salga del cuerpo de la víctima en turno, sea
por el estómago, la espalda o hasta la boca-, por la presencia de Michael
Fassbender en un muy disfrutable doble papel que roza la autoparodia
¿conciente?, y por esos 15 minutos del final, cuando oooootra vez vemos a una
indómita mujer –en esta ocasión, la capitana Daniels de Katherine Waterston-
enfrentar al correoso alien por los pasillos y túneles de la nave espacial,
como en el inolvidable desenlace de Alien,
el octavo pasajero.
A decir verdad, esta nueva entrega de la saga está más
centrada en el papel jugado por los dos androides –o “sintéticos”- creados por
el megalomaníaco Peter Weyland (Guy Pearce en cameo): el fiel Walter, que
acompaña a la tripulación del Covenant, y el (in)fiel David, que acompañó a la
malograda tripulación del Prometeo, los dos interpretados por Michael
Fassbender.
Como en la cinta anterior, la historia está centrada
en la relación de la criatura con su creador. Si en Prometeo, esto culminaba en el descubrimiento que la raza humana había
sido creada por una raza de alienígenas bautizada como “los ingenieros”, en
esta ocasión, David cuestiona desde el prólogo del filme el sentido de su
propia creación ante su creador, el multimillonario Weyland.
El problema es que estas sesudas
reflexiones filosóficas pseudo-frankensteinianas terminan resultando una suerte
de McGuffin argumental: algo que les preocupa mucho a los protagonistas (es
decir, a los sintéticos David y Walter) pero que, en realidad, no importan
demasiado cuando los aliens empiezan a invadir el cuerpo de los incautos que se
han acercado a pisar un nido, tocar unos huevos o asomarse al interior de un
extraño capullo, como lo hiciera hace casi 40 años John Hurt en la cinta original.
Eso sí, cuando empieza la acción, es difícil despegar
los ojos de la pantalla, y más difícil aún con Fassbender en plan de divo de la
actuación, enfrentándose a sí mismo como en alguna delirante telenovela clásica del Canal de
las Estrellas. Y conste que esto es un elogio: ver a Fassbender desatado de
esta manera es todo un espectáculo.
Comentarios
Fassbender amo y señor de la Saga... si no exisitiera Ripley él lo sería todo.
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