Los Músicos de Gión
Cuando Kenji Mizoguchi dirigió Los Músicos de Gión (Gion bayashi, Japón, 1953), su obra número 80, el conflictivo y conflictuado cineasta estaba en la cúspide de su carrera, tanto en Japón como fuera de él. Desde 1949 había sido nombrado Presidente de la muy conservadora Asociación de Directores -con todo y que hasta hacía muy poco tiempo había participado en organizaciones de izquierda- e, internacionalmente, se había consagrado con su doble triunfo en Venecia: había ganado el León de Plata como Mejor Director por La Vida de Oharu (1952) y otro León de Plata un año después por Ugetsu Monogatari (1953). Más aún: los jóvenes, combativos e influyentes críticos de Cahiers du Cinéma lo adoptaron como su cineasta japonés predilecto, por encima del más "hollywoodense" Kurosawa. Tres años antes de su muerte, Mizoguchi había alcanzado finalmente el éxito dentro y fuera de Japón.
Escrita como de costumbre por el sufrido guionista Yoshikata Yoda y con la fotografía del también habitual Kazuo Miyagawa, la historia de Los Músicos de Gión está ubicada en un espacio geográfico -el distrito del placer de Gión de Kyoto- ya explorado por Mizoguchi en una de sus obras maestras, Las Hermanas de Gión (1936).
La jovencita Eiko (Ayako Wakao) tiene 16 años, es huérfana de madre y, después de huir del acoso de su tío, va a buscar a la mejor amiga de su mamá, Miyoharu (Michiyo Kugure), una madura pero aún guapa geisha que trabaja en Gión. Eiko le pide, desesperada, que la ayude a convertirse en una auténtica geisha, como lo había sido su madre: es la única oportunidad que tiene para sobrevivir una muchacha como ella sin educación, sin dinero y con un padre (Eitarô Shindô) inútil, fracasado y vividor. Para poder costear la preparación de Eiko, Miyoharu adquiere un enorme préstamo con Okimi (Chieko Naniwa), ama y señora de las casas de té. Un año después, Eiko se ha convertido en Miyoe y está lista para debutar "en sociedad".
Al igual que en Las Hermanas de Gión, en Los Músicos de Gión Mizoguchi confronta las posiciones de sus protagonistas: mientras la madura Miyoharu piensa en el honor y los deberes de su profesión, Miyoe se toma todo el asunto más a la ligera: se emborracha en su primera prueba, cree que tiene derecho a divertirse y no está dispuesta a atender a cualquier cliente que le indiquen. En una escena clave, interrogando a una de sus maestras en la escuela de geishas, Miyoe quiere saber qué derechos le da la nueva Constitución -impuesta por la Ocupación Americana en 1947- y si gracias a ella podría demandar a cualquiera de sus clientes abusivos. Las risas de sus compañeras la rodean: una cosa es lo que dice la Constitución y otra lo que dice la realidad cotidiana.
Esa realidad derrotará en su momento tanto a la rebelde Miyoe como a la devota Miyoharu. Esta vez, más que una especie de fatalidad melodramática, lo que hará imposible la felicidad de las dos mujeres son los condicionamientos económicos que las acorralan. A diferencia de lo que le sucede a las dos hermanas del filme de los años 30, maltratadas por la maldad masculina, la madre e hija adoptiva de los años 50 son acorraladas por la falta del cochino dinero. No es que los hombres sean de mucha ayuda -ni el burócrata Kanzaki (Kanji Koshiba), que quiere a Miyoharu como su amante a toda costa; ni el vulgar Kusuda (Seizaburô Kawazu), que intenta violar a Miyoe, son unas blancas palomas-, pero Mizoguchi está apuntando hacia otra parte en esta ocasión. Miyoharu le debe varios cientos de miles de yenes a Okimi, quien tiene sus propios intereses con Kusuda que, a su vez, intenta cerrar un negocio de millones con Kanzaki. En esta red, tanto Miyoharu -por la deuda contraída con Okimi- como Miyoe -por la deuda moral que tiene con su madre adoptiva- son meras piezas de intercambio, diga lo que diga la Constitución.
En los años 50, Mizoguchi ya era dueño de un estilo muy propio, completamente depurado. Sin embargo, con todo y que son identificables tanto la emblemática puesta en imágenes de "one-scene-one-shot" como el uso constante de la profundidad de campo -véase la escena del intento de violación de Miyoe, con todo y parte de la acción escamoteada elípticamente-, tengo la impresión que la edición de Mitsuzô Miyata dota al filme de un ritmo más analítico que otras películas dirigidas por Mizoguchi en esa misma época. Pareciera como si el cineasta hubiera querido darle una pequeña sacudida a un montaje sintético que no pasaba, por lo menos en esa década, de las 300 tomas por película. Cada una de ellas, eso sí, maniáticamente planeadas y ejecutadas.
Comentarios
o/
haciendo acto de presencia por acá!
Un chango ya se apareció por la entrada :)
(Estupenda como siempre)