Cuéntamela otra vez/XXXIII
-"Ánimas que vean cómo miro de juerte, pa' que me ofrezcan una telenovela en TV Azteca"
47 Ronin: La Leyenda del Samurái (47 Ronin, EU, 2013) está basada en una antigua historia del Japón feudal
en la que los 47 ronin del título -es decir, 47 samuráis sin dueño- ofrendaron sus vidas para vengar la muerte de
su Señor, que había sido obligado a cometer seppuku. Se trata de una venerada leyenda de
honor y lealtad. Una especie de niños héroes -o samuráis héroes, pues- del Japón.
Sospecho que la
versión hollywoodense de la historia –pues ha habido innumerables en Japón:
películas, obras teatrales, obras con marionetas o bunrakus, ballet y hasta una ópera- será también
una leyenda a su modo. Fue dirigida por un ilustre desconocido, su presupuesto
fue –sin contar el marketing- de 175 millones de dólares y, hasta al momento de escribir estas líneas, apenas si pasa de los 130 millones en la taquilla mundial. Un legendario
fracaso para Universal Pictures si pensamos que para que la cinta empiece a ser redituable tendría que ganar por lo menos 330 millones de dólares -e, insisto, sin tomar en cuenta el gasto que se haya hecho en marketing.
Más allá de los números y los dólares, la
cinta dirigida -es un decir- por Carl Rinsch tiene problemas irresolubles. Aunque la premisa original es respetada, el
guión hollywoodense agrega elementos fantásticos gratuitos –una bruja encarnada
por Rinko Kikuchi-, los efectos digitales son más bien chafas, la progresión
narrativa es muy torpe y el protagonista no es el sacrificado chambelán Oishi (Hiroyuki Sanada) sino una estrella en caída libre desde
hace años.
En
efecto, Keanu Reeves es el “héroe de la película, papá”, un misterioso mestizo
–mitad japonés, mitad inexpresiva estrella hollywoodense- que dirigirá a los
otros 46 ronin a derrotar al malvado villano Lord Kira (Tadanobu Asano) y a su ejército
en una larga pelea que, por lo menos, está decentemente editada.
En realidad, no debería quejarme por haber visto este bodrio. En primer lugar, me pagaron para hacerlo y, en segundo lugar, me dio el pretexto perfecto para ver dos películas que tenía pendientes desde hace muchos años. Me refiero a dos versiones anteriores de la misma historia: La Venganza de los 47 Samuráis (Genroku Chûshingura, Japón, 1941), un clásico dirigido por Ken Mizoguchi, y la más reciente e inédita en México Shijûshichinin no shikaku (Japón, 1994), de Kon Ichikawa. Debo decir que ninguna de las dos películas es de lo mejor de sus respectivos directores, pero también no dejan de tener interés histórico, especialmente la dirigida por Mizoguchi.
La Venganza de los 47 Samuráis fue realizada por Mizoguchi en pleno esfuerzo bélico nipón y se estrenó en dos partes, en junio de 1941 y febrero de 1942. Aunque la película fue un fracaso económico mayúsculo -el costo de las dos partes de la cinta fue diez veces más de la producción promedio de cualquier filme en el Japón de esa época-, el gobierno quedó muy satisfecho con los resultados en pantalla, en especial por la glorificación del hecho heroico ya descrito: que los 47 samuráis renegados del título sacrificaran su vida por el honor de su Señor, una perfecta lección de valentía suicida para las tropas japonesas en la Segunda Guerra Mundial.
El gobierno imperial nipón premió al dizque progresista Mizoguchi haciéndolo presidente de la Sociedad de Directores y le encargó otros proyectos más, ubicado en el mundo de los samuráis -tema que no le podía interesar menos al cineasta- o, de plano, películas de propaganda bélica directa. Por supuesto, llegado el momento, el buen Mizoguchi, siempre una veleta en cuestiones políticas, renegaría de todos estos filmes y se adaptaría sin mayores problemas a la censura fílmica de las fuerzas de ocupación americanas.
En todo caso, volviendo a La Venganza de los 47 Samuráis, estamos ante una cinta de samuráis sin peleas. Todos los hechos violentos importantes -el suicidio de Lord Asano (Yoshizaburo Arashi), el ataque a la casa de Lord Kira (Mantoyo Mimasu), el sepukku final de los samuraís rebeldes- son elípticamente borrados de la narración. El centro dramático de la película son los esfuerzos del preocupado chambelán de Lord Asano, Oishi (Chôjûrô Kawarasaki), quien tiene que planear la venganza con tal cuidado de no levantar ninguna sospecha en Edo (Tokio, pues), en donde los burócratas y los aristócratas más poderosos apoyan a Kira.
La puesta en imágenes de La Venganza... es un hito en la carrera de Mizoguchi. Gracias al presupuesto sin límites que manejó, por vez primera tuvo bajo su mando una grúa, la cual usa su fotógrafo Kôhei Sugiyama con una seguridad impresionante, sea en el interrogatorio de Asano, sea cuando atestiguamos el arresto domiciliario de Oishi, sea en los hara-kiris escamoteados del final, cuando la cámara se pasea por encima del edificio en el que los sobrevivientes al ataque a la mansión de Kira esperan paciente y valientemente cometer seppuku.
A estas alturas, Mizoguchi ya tenía bastante depurado su manejo de la cámara y su estilo fílmico, basado en tomas abiertas y extendidas -no hay un solo close up que yo recuerde y los planos medios son escasos-, con movimientos constantes pero lentos, a través de elegantes travellings, paneos o dollys. Una forma extremadamente ceremoniosa para un tema similar.
En contraste, la puesta en imágenes de Shijûshichinin no shikaku de Ichikawa -título internacional: 47 Ronin-, es mucho más dinámica en cuanto a su ritmo de edición se refiere. Además, se muestran varias peleas hacia el final, la sangre se derrama a borbotones y hasta chisporrotea por todas partes en algunas escenas. A primera vista, la cinta funciona como una película de samuráis mucho más convencional que la de Mizoguchi.
Sin embargo, Ichikawa nos muestra una visión muy distinta de los mismos acontecimientos. En especial, porque nunca queda claro por qué Lord Asano ha atacado a Kira (Kô Nishimura). De hecho, el propio chambelán Oishi (Ken Takakura) desconoce la razón y, por supuesto, están en las mismas los otros 46 ronin que deciden vengar el suicidio de su señor. Así pues, a esta "honorable venganza" -que implica el suicidio posterior de todos los ronin- se le despoja de toda razón, más allá de los estrictos códigos en los que vivían y morían los samuráis. Al hacer esto, Ichikawa desestima toda posible intención aleccionadora y/o patriótica de la película.
Lo que sí vemos, en todo caso, es una cuidadosa preparación de la venganza por parte de Oishi y una aún más cuidadosa puesta en imágenes -¡ese ataque final al laberíntico castillo de Kira!- de parte de un veterano cineasta que, con este filme, dirigiría una de sus últimas películas, en el contexto de una prolífica filmografía que se extendió durante más de seis décadas.
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