El habitante



El habitante (México-Chile, 2017), tercer largometraje del uruguayo internacionalizado Guillermo Amoedo (dos primeros filmes de producción chilena Retorno/2010 y Caníbales/2014, por desgracia no vistos por mí), ha permanecido en el top-10 de la taquilla mexicana en sus dos primeros fines de semana, en el tercero y cuarto sitio, respectivamente.
La razón es fácil de explicar: estamos ante una convencional cinta de horror que, a pesar de sus claras deudas temáticas y visuales con el clásico entre clásicos del cine de posesión satánica –El exorcista (Friedkin, 1973), por supuesto-, logra trascender, por lo menos a ratos, la fórmula y los clichés del género.
Estamos en alguna exclusiva colonia de la Ciudad de México. Tres mujeres jóvenes, que luego nos enteraremos que son hermanas (María Evoli, Vanessa Restrepo y Carla Adell), entran a robar a la casa de un encumbrado senador de la República (Flavio Medina). Luego de inmovilizar al político y a su esposa (Gabriela de la Garza), las tres muchachas empiezan a buscar todo aquello de valor, hasta que una de ella se topa, en el sótano, con un misterioso cuarto cerrado. En él se encuentra Tamara (espléndida Natasha Cubría), la pequeña hija del senador, amarrada a la cama y con señales de haber sido continuamente maltratada. Las tres hermanas, que comparten la misma historia familiar de abusos, se horrorizan. Pero más horrorizados parecen estar el político y su mujer, que ruegan a las muchachas no liberar a la niña.
Como lo anoté antes, las deudas de El habitante con El exorcista son varias y evidentes: una adolescente en cuyo rostro y cuerpo podemos ver los estragos de la posesión satánica, un encuadre emblemático en el que vemos llegar a la casa al anciano sacerdote exorcista (Fernando Becerril), una serie de engaños de los que echa mano el demonio para dejar cada vez más vulnerables a quienes tiene a su lado…
Y, sin embargo, al lado de estos saqueos/homenajes, el guion escrito por el propio Amoedo se permite no pocos desvíos: el truculento pasado compartido de las tres hermanas, marcado por el abuso paterno y la dolorosa traición entre ellas; el provocador manejo herético de un crucifico en cierta escena clave; un asesinato ejecutado y montado –cámara de Erwin Jaquez- en pleno delirio formal; el retorcido uso de una conocida canción pop-religiosa interpretada por Enrique Guzmán; y esa última imagen final, que puede parecer tan inquietante como ridícula. ¿O será ridículamente inquietante? Da lo mismo: estamos ante una compulsivamente entretenida pieza de género

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