Morelia 2016/I
Siempre he escrito que, para mí, un festival de cine vale la pena cuando te ofrece por lo menos una película que estará en la lista personal de lo mejor del año. En el caso de Morelia 2016 esta regla se cumplió en la primera función a la que asistí.
No, no me refiero a la muy fallida Neruda (Chile, 2016), sexto largometraje del (otrora) infalible Pablo Larraín, cinta con la que abrió Morelia 2016 y que yo ya había visto antes de llegar al festival.
Entiendo las razones de por qué se eligió Neruda como cinta inaugural, por más que no las comparta: se trata de una película dirigida por un cineasta de prestigio que ha tenido una carrera impecable, es la cinta elegida por Chile para representar a ese país en el Oscar 2017 y, lo más importante, el protagonista del filme es Gael García Bernal, lo que aseguraba a los organizadores una alfombra roja nacional y lucidora, con el siempre simpático Gael dando entrevistas a diestra y siniestra. Tengo entendido que eso sucedió, y todo mundo quedó contento con la presencia de Gael y su co-protagonista Luis Gnecco, quien interpreta a un Neruda más bien bufonesco, perseguido por -en más de un sentido- un ficticio policía político encarnado por García Bernal.
Como uno podría suponer, la cinta está impecablemente producida -¡se trata de Larraín!-, pero la apuesta de hacer una biopic atípica -una suerte de reinterpretación de algunos pasajes de la vida del Pablo Neruda perseguido en Chile a fines de los 40- resulta bastante fallida. No tengo idea qué tan cercano o lejano a la realidad es el Neruda de Larraín/Gnecco pero el que aparece en pantalla es un irritante radical chic decadente, egocéntrico y, a veces, hasta infantil. Por su parte, el policía que lo sigue, el siempre serio Óscar Peluchonneau (Gael), se la pasa reflexionando sobre Neruda y sobre su propio papel en la historia de la búsqueda del poeta fugitivo. En suma, una cansina mise en abyme narrativa: un relato repetitivo que se muerde la cola jugando una y otra vez con sus (dizque) ingeniosas premisas formales.
En fin. Lo cierto es que como ya había visto Neruda -y con una vez es más que suficiente-, decidí revisar La la land: una historia de amor (La la land, EU, 2016), que tuvo su primera función nacional el viernes por la noche en una de las salas del Cinépolis Centro de Morelia -y que, por cierto, ni siquiera estaba llena.
Como anoté antes, después de ver La la land... el objetivo de Morelia 2016 se cumplió para mí: se trata no solo de una de las mejores cintas del año sino, además, en el musical más logrado desde... bueno... quién sabe desde cuándo.
Estamos en Los Ángeles, en un freeway, en un horrendo embotellamiento. No importa: aun en esas condiciones, los angelinos quieren vivir, soñar, ser felices, como lo demuestran al empezar a cantar y bailar entre los automóviles, siempre seguidos por la cámara de Linus Sandgren en un ¿hechizo? pero soberbio campo-secuencia ("Another Day of Sun").
Después de este primer número -un auténtico show stopper que, además, ¡es el primero de la película!-, el director Damien Chazelle nos presenta la historia del amor del título en español entre la aspirante a actriz Mia (prodigiosa Emma Stone) y el fracasado jazzista Sebastian (Ryan Gosling).
Ella sufre en cada audición en la que fracasa por más que sus amigas le tratan de elevarle el ánimo invitándola a salir ("Someone in the Crowd"), mientras que él vive por su propio sueño de tener un bar en el que se toque un jazz verdadero, un jazz puro, música de verdad ("City of Stars"). Por supuesto, de acuerdo con los cánones de la comedia romántica, Mia y Sebastian se conocerán, se caerán mal, chocarán en más de una ocasión pero, qué remedio, terminarán enamorándose ("A Lovely Night").
Chazelle se ha apoderado no solo de la estructura y los tics del musical clásico -la cinta descansa, básicamente, en dos de las fuentes más venerables del género: Cantando bajo la lluvia (Donen y Kelly, 1952) y Los paraguas de Cheburgo (Demy, 1964)- sino, también, de su vitalidad e inventiva visual y formal.
Por un lado, estamos ante una película energética que no deja descansar un momento la vista ni el oído. Cada número está montado con ingenio, gracia y humor. Si bien es cierto que Gosling no es Gene Kelly -brincos diera- y que Miss Stone no es tan buena bailarina como Debbie Reynolds, la verdad es que sí es mejor actriz. Si no lo cree, vea el número más sencillo de la película, "Audition (The Fools Who Dream"), con Emma Stone, sola y su alma, cantando, bajo una mancha de luz. Ella nada más, con su voz y su mirada, vuelve a detener la película, sin necesidad de los fuegos artificiales del primer número "Another Day of Sun".
Pero si por un lado tenemos esa energía desbordada, por el otro tenemos una corriente melancólica, subterránea pero implacable, que empieza a correr en paralelo a la alegría que se muestra desde el inicio, en un muy complejo tono narrativo que proviene del mejor cine de Jacques Demy.
Es probable que, a estas alturas del juego, ya sabrá usted en qué sentido va esta historia de amor que presume, por si fuera poco, una secuencia final que resulta tan devastadora como, paradójicamente, esperanzadora. Los sueños se pueden lograr, claro que sí, pero hay que recordar que todo tiene un costo. Y ese costo se llama vivir.
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