Luces de la Ciudad
Gif tomado de por acá
Todo es escuchar los acordes de “La Violetera ”, de José Padilla, y ver el rostro de
la bellísima debutante Virginia Cherrill en el papel de la muchacha ciega, para
que el recuerdo del feliz/amargo desenlace de Luces de la Ciudad
(City Lights, EU, 1931) haga que las de Caín amenacen con salir discretamente o
de plano a borbotones. Pero no lloro: es un problema en los lagrimales: no más.
Chaplin llego a afirmar que el desenlace de su
cuarto largometraje fue el momento fílmico más perfecto de toda su carrera,
algo que es discutible, pues ¿dónde queda su rutina de pollo gigantesco de La
Quimera del Oro
(1925) o la genial metáfora del hombre común tragado por la tecnología en Tiempos Modernos (1936)? En todo caso,
lo que sí se puede decir es que Luces de
la Ciudad
es el más acabado ejemplo de Charlot como héroe romántico, desinteresado, casi
crístico.
Como propuso Gerald Mast en su ensayo sobre
Chaplin en el primer tomo del muy plagiado “World Film Directors” (John
Wakeman, 1987), Luces de la Ciudad confirma el
carácter redentorista de Charlot: el vagabundo es “bautizado” cuando salva de
morir ahogado a un millonario briago e infeliz (perfecto Harry Myers), levanta a
los (casi) muertos al convencer al ricachón de no quitarse la vida, cura a los
ciegos (pues consigue el dinero para la muchacha recupere la visión), es negado
cada vez que al milloneta se le quita lo borracho (o sea, se le niega tres
veces), es castigado siendo inocente (no crucificado, pero sí encarcelado) y,
finalmente, “resucita” para ver todo el bien que ha hecho sin esperar nada a
cambio… como todo buen redentor.
Pero además de la sublime ejecución de la romántica
trama –bien apoyada por la ingenuidad de Miss Cherrill, efímera esposa de Cary
Grant en la vida real-, Chaplin logró un par de secuencias slapstick memorables: la borrachera de órdago del millonario y Charlot en un cabaret de
lujo (una rutina que Chaplin perfeccionó en sus épocas en el music-hall
británico) y, por su supuesto, la hilarante pelea de box, en la que el
vagabundo logra meter en su propio ritmo saltarín a su rudo rival y al
desconcertado réferi.
Luces de la Ciudad
fue estrenada en enero de
1931, cuando el cine hablado era ya la regla. Chaplin, que empezó a rodar esta
cinta a fines de 1928 cuando El Cantante
de Jazz (Crosland, 1927) ya había hecho historia, permaneció mudo, aunque
no silente: usó a la perfección “La Violetera ” para identificar a su personaje
femenino, compuso el resto de la partitura de la cinta e intercaló de forma
pertinente varios efectos sonoros. Y, además, cabuléo: en la primera secuencia,
cuando un grupo de políticos y socialités develan cierta estatua, Chaplin hizo
que todos ellos abrieran la boca para no decir nada: una serie de ridículos
zumbidos sin contenido alguno. Haga usted de cuenta campaña electoral.
Comentarios
Es impresionante como esta película logra hacer llorar de la risa (esa pelea de box!) y luego logra hacer llorar de sentimiento (ese final!)
"You?"
"You can see now?"
buaaaaaa :****(
Debería rescatar ese sitio, pero todo. Era una joya, de ahí empecé a hacerme cinéfilo en serio. Nada mas de leer todas esas reseñas de las "vacas sagradas" y así...
Y mi escena favorita de comedia física de toda la película, ahora, es la del frustrado intento de suicidio del borrachales, específicamente todo el pedazo cuando le pone la cuerda al vago y avienta la piedra al agua.
Algo en que me quedé pensando esta vez es que el vago, legalmente, sí merece la encerrada en el bote, porque se aprovecha de la borrachera para quedarse con un dinero que claramente no sería de él en otras circunstancias. Y como él lo sabe, se apresura a hacer su buena obra, antes de que ocurran dos cosas: lo cachen y se lo quiten.