34 Foro de la Cineteca/I



Los Niños del Cura (Svecenikova djeca, Croacia-Serbia, 2013), quinto largometraje del cineasta desconocido en México Vinko Bresan, ha sido la película croata más exitosa en este siglo en ese aún joven país, formado y reconocido apena hace apenas un par de décadas. 
Es fácil de explicar la razón del trancazo taquillero: la cinta es una especie de amable farsa costumbrista que cuenta con un reparto uniformemente competente, recursos de producción profesionales y una música -de Mate Matisic- alegre, contagiosa. Durante buena parte de su duración, Bresan y su equipo no parecen tener otro objetivo que hacerle pasar un buen rato al respetable y, sin embargo, en la medida que nos acercamos al desenlace, la comedia va adquiriendo otros caminos, mucho menos agradables, incluso ominosos.
La cinta tiene la estructura narrativa circular de una confesión in extremis: Don Fabijan (Kresimir Mikic), un sacerdote recluido y enfermo, se confiesa ante el joven cura Don Simun (Filip Crizan) por los pecados que cometió al dejarse llevar por su buenos deseos y su insensatez. Decía mi general Obregón que nada hay más peligroso que un pendejo con iniciativa y sí, ese célebre apotegma podría haber sido pensado especialmente para señalar los actos de Don Fabijan.
Nuestro bienintencionado protagonista llega a trabajar a la parroquia de una pequeña isla del Adriático. El sacerdote del lugar, el anciano Don Jakov (Sdenko Botic), está a punto de ser movido de la isla, por lo que Don Fabijan llega a sustituirlo, tarea complicada pues el viejo sacerdote es un hombre carismático que sabe cantar, juega deportes, mantiene un coro infantil y conoce el teje-maneje de todos los habitantes de la isla. Don Fabijan, por su parte, es más bien tímido, no sabe cantar, no hace ningún deporte y no tiene un carácter agradable. Peor aún: ¿qué futuro puede tener cuando el índice de natalidad en la isla es tan pequeño, nadie se casa y muere más gente de la que nace?
Tras una confesión del muy católico Petar (Niksa Butijer), el dueño de un kiosco que vende condones de todos los tamaños -y sabores- a todos los habitantes de la islita, Don Fabijan toma la decisión de perforar cada condón para dejar que la naturaleza -mejor dicho: la voluntad de Dios- siga su curso. Poco después, el boticario del pueblo, Marin (Drazen Kuhn), cerrará la pinza con las mujeres, pues sustituye las píldoras anticonceptivas que vende con pastillas de vitaminas y minerales. El complot de Don Fabijan tiene éxito: nacen chamacos de manera inesperada, hay los consiguientes bautizos, hay muchos matrimonios -a la fuerza, pero los hay-, la población católica empieza a crecer y esa pequeña isla del Adriáticos se convierte en un lugar famoso por su fertilidad, a tal grado que empieza a llegar gente de todas partes a vivir ahí, con la sola idea de tener hijos.
Apunté que las acciones de Don Fabijan tienen éxito y, sí, lo tienen... hasta que dejan de tenerlo. Una muchacha embarazada sale de la isla a abortar, un bebé aparece a las puertas de la iglesia, uno de los casados a fuerza ya no puede con ese matrimonio arreglado, un bebé cambia de manos cual si fuera un objeto de gran toxicidad... La cadena de mentiras, engaños y abusos, además de la sombra de la guerra -a que se alude en ciertos diálogos claves a través de los exabruptos del boticario supremacista- empiezan a anegar todas las buenas intenciones de Don Fabijan. 
Así, la comedia costumbrista del inicio va adquiriendo tintes amargos, en la medida en la que vemos cómo las acciones del ingenuo cura terminan mostrando el grosero poder económico de la iglesia, el pacto de silencio que la une y la perversidad que pasa de boca a boca, de confesión a confesión, por los siglos de los siglos y amén. 

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