I Declare War
Las reglas de esta "guerra" son muy simples: 1) los dos equipos -seis de cada lado- instalan su base y no la pueden mover a ningún otro sitio, 2) quien es "herido" puede levantarse después de contar "un bote de vapor, dos botes de de vapor, tres votos de vapor..." hasta llegar hasta diez, 3) si alguien es alcanzado por una "granada" -en realidad, un globo lleno de agua pintada de rojo- se "muere" y tiene que irse a su casa, y 4) gana la "guerra" quien captura la bandera del enemigo.
Se trata de las reglas que deben de seguir los chamacos de 12-13 años que juegan en I Declare War (Canadá, 2012), sólida película actuada exclusivamente por niños y dirigida a cuatro manos por los canadienses Jason Lapeyre y Robert Wilson, que tienen cierta experiencia en la realización y producción de cine, televisión y vídeos musicales. La cinta, ganadora en Austin 2012 del premio del público se estrena en Estados Unidos este fin de semana y, al mismo tiempo, ya está disponible para revisarse en amazon y, supongo, Netflix. Reitero: vivimos en la mejor época para ser cinéfilo.
Por la la premisa general -dos grupos de chamacos, sin un solo adulto a la vista, se enfrentan en un bosque-, I Declare War nos remite, inevitablemente, a El Señor de las Moscas. Sin embargo, a diferencia de la pesimista alegoría hobbesiana escrita por William Golding -y llevada al cine, hasta el momento, en tres ocasiones-, la película de Lapeyre y Wilson deja claro, desde el inicio, que estamos ante un juego (más o menos) inofensivo. Se supone que nadie debe salir lastimado de verdad aunque, como suele suceder en las auténticas guerras, todos están dispuestos a romper las reglas que han acordado. La traición, la infidencia y la ambición forman parte de las armas que los dos "generales" al mando -el cerebral y concentrado PK (Gage Munroe, toda una revelación) y el resentido golpista Skinner (intenso Michael Friend)- están dispuestos a usar para vencer al contrario, sin importar qué o quién se queda en el camino. Ya se sabe: "en todas las guerras hay bajas".
Lapeyre y Wilson muestran este juego en distintos niveles: los dos bandos usan palos, piedras, ramas, como rifles, bazucas o metralletas. Sin embargo, durante buena parte del filme lo que vemos son armas "reales" que disparan parque "de verdad". El juego de espejos se vuelve provocador: he aquí una docena de escuincles que juegan a matarse y, para mostrarlo, los realizadores han construido una puesta en imágenes deudora de las convenciones de cualquier filme bélico, con todo y ráfagas de metralletas, explosiones y hasta algún bazucazo. Y, al mismo tiempo y hasta el final, los niños no dejan de ser niños, preguntándose babosadas, soñándose seductoras Mata Haris con una próxima vida en París (Mackenzie Munro) y, por supuesto, aprendiendo poco a poco y a través del juego, las duras verdades de la vida. Que se puede estar destinado al fracaso, que los sueños se derrumban, que los amigos traicionan y que, mañana, tempranito, hay que regresar a la realidad. A la escuela, pues. Qué remedio.
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