Cuéntamela otra vez/XVIII
Ante el inminente estreno de Rise of the Planet of the Apes (Wyatt, 2011), me di a la tarea de volver a ver la saga original, disponible en un paquete de seis DVDs -los cinco filmes originales sesenteros/setenteros, más un documental de acompañamiento- vendido con el nombre de Planet of the Apes: The Legacy Collection. Por supuesto, la cinta que inició la quinteta de filmes originales -más la serie de televisión, más el discutido remake dirigido por Tim Burton en 2003, más la ya mencionada precuela a punto de estrenarse- la he visto en pantalla grande y en formato casero por lo menos media docena de veces. Las restantes cuatro las vi en la infancia, en los desaparecidos programas dobles y, para ser francos, las recordaba muy vagamente. Así que, de alguna manera, he revisitado el clásico El Planeta de los Simios (Planet of the Apes, EU, 1968) y he re-descubierto las cuatro secuelas.
La cinta original, dirigida por el competente Franklin J. Schaffner, uno de los artesanos más confiables de los años 70 (Patton/1970, Nicolás y Alejandra/1971, Papillón/1973, Los Niños del Brasil/1978) es una aguda y desencantada película de ciencia ficción, con un protagonista -el insoportable Taylor de un Charlton Heston muy en su papel- más misántropo que heroico, y una sociedad simiesca apenas peor que la sociedad humana en la que vivimos.
La trama, adaptada fielmente por Michael Wilson y Rod Serlign del best-seller de Pierre Boulle, nos ubica en un futuro lejano, en el año 3978. Tres astronautas liderados por el Coronel George Taylor llegan a un planeta habitable en el que la raza humana ha perdido el habla y es cazada cual animal salvaje por una raza superior de simios, cuya estricta estructura social es la siguiente: los militares son gorilas, los políticos/sacerdotes son orangutanes y los científicos son chimpancés. Al final, Taylor, el único sobreviviente, tendrá que demostrar, cual Hombre Elefante (Lynch, 1980) avant-la-lettre, que no es un animal, que tiene uso de razón, que puede hablar, que tiene conciencia y que exige ser tratado con dignidad.
Hay mucho de humor en ver cómo Heston -sin duda, el mejor actor de su tiempo para encarnar a este tipo de personajes solitarios y desencantados- es tratado cual animal de laboratorio por todos los simios supremacistas con los que se encuentra. Incluso los changos liberales -los chimpancés científicos interpretados tras kilos de maquillaje por Roddy McDowall y Kim Hunter- tratan al Taylor de Heston con una condescendencia chocante, con un aire de superioridad que el futuro Presidente de la Asociación del Rifle apenas puede soportar.
Como todo buen filme de ciencia-ficción, El Planeta de los Simios es una alegoría de la sociedad de su tiempo y los problemas que enfrentaba: el racismo rampante, el militarismo creciente, la libertad de expresión reprimida y un sistema de injusticia inexistente para los considerados culpables de antemano -el coguionista Michael Wilson estuvo en la "lista negra" del macarthismo, así que uno puede suponer que la audiencia en la que Taylor trata de defenderse de sus juzgadores estuvo basada en su propia experiencia. Más aún: el desenlace del filme -uno de los más famosos en la historia del cine, caricaturizado en el vapuleado remake de Tim Burton- expresa, por supuesto, el mayor temor de esos tiempos de Guerra Fría y destrucción nuclear.
Por lo que se sabe, nadie entre los que realizaron esta película -el productor Arthur P. Jacobs, el director Schaffner, el reparto mismo- creía que pudiera tener el éxito que alcanzó. Visto en retrospectiva, el filme debía tener éxito: se trata de una emocionante cinta de aventuras en un entorno futurista y con una serie de comentarios sociales/políticos ingeniosos que despertaron la imaginación del público de fines de los sesenta.
Sin embargo, insisto, nadie estaba preparado para esta recepción, así que cuando Jacobs decidió explotar el éxito obtenido, confeccionó una secuela decepcionante: Bajo el Planeta de los Simios (Beneath the Planet of the Apes, EU, 1970), dirigida por el destajista televisivo/cinematográfico Ted Post.
El problema, en realidad, no es la dirección de Post, que se mueve en terrenos más o menos funcionales, sino en el guión escrito por Paul Dehn, quien había hecho mucho mejores trabajos adaptando varias tramas de espionaje en los años 60. La secuela inicia como una especie de remake: James Franciscus es ahora el astronauta que llega desde la Tierra a este planeta de los simios en busca del desaparecido Taylor (Heston en cameo extendido).
Si al inicio la cinta se sostiene precariamente, es por la familiaridad que tenemos con la trama y por los apuntes alegóricos infaltables -los gorilas ven con horror la piel blanca de los humanos, un general gorila encarna a la perfección el expansionismo militar gringo en la época de Vietnam, un grupo de chimpancés hacen una manifestación pacificista cual changos hippiosos. Sin embargo, en la segunda parte, cuando aparecen unos humanos fanáticos escondidos bajo tierra, la película se sale de madre y llega a rozar el humor involuntario, en gran medida porque se nota que el filme fue escrito sobre las rodillas y los recursos de producción no fueron los mejores. Con todo, hay que notar que el tono desencantado y pesimista del primer filme se sostiene, de tal forma que en su apocalíptico final, es dificil saber quién es peor: si los deformes homo sapiens que adoran una letal bomba atómica ("Arma sagrada de la paz", le llaman) o los violentos changos supremacistas que, ni al final, dan su simiesco brazo a torcer.
Escape del Planeta de los Simios (Escape from the Planet of the Apes, EU, 1971), la siguiente cinta de la serie, es notablemente superior. De hecho, si exceptuamos la original El Planeta de los Simios, se trata de la mejor película de la saga.
El filme inicia cuando los liberales chimpancés científicos de la primera cinta, la Dra. Zira (Hunter) y Cornelius (McDowall), acompañados de un chango nuevo llamado Milo (Sal Mineo correteando la chuleta), llegan al planeta Tierra vestidos de astronautas. Esta vez, por supuesto, los chimpancés sufrirán los mismos predicamentos iniciales de Taylor y hasta serán recluidos en el zoológico pues son vistos, a ojos humanos, como simples changos entrenados para pilotear una nave espacial. Por supuesto, cuando la indomable Zira abra su bocota, todo mundo se dará cuenta que estos changos no son como cualquier otro. Buena parte del público estará encantado con estos carismáticos simionautas pero otros, especialmente el asesor científico Otto Hasslein (Eric Braeden), verán a esta pareja como una auténtica amenaza a la raza humana. Más aún cuando resulte que Zira está esperando un changuito: ese bebé simiesco podría representar el inicio del fin de la humanidad. Por lo tanto, cual Herodes moderno, Hasslein buscará eliminar a ese hipotético estorbo.
Aunque el filme está excesivamente sobredialogado -hay ocasiones que uno quiere gritarle a la pantalla: "¡no digas tanto, muéstrame más!"-, el director Don Taylor logra algunas secuencias muy bien montadas -la conversión de Zira y Cornelius en celebridades mediáticas, su posterior escape de las garras de Hasslein- y el guión de Paul Dehn es más inteligente de lo que uno podría esperar de una secuela a la que, otra vez, es obvio que le hizo falta dinero.
La ingeniosa idea argumental de Escape del Planeta de los Simios está centrada en la clásica paradoja temporal, tan cara al cine de ciencia ficción: el bebé que procrean Zira y Cornelius, llamado Milo -y luego, veremos, rebautizado como Caesar-, es el simio cuyas estatuas e imágenes habíamos visto en los anteriores filmes. Es decir, el mundo que vimos en El Planeta de los Simios y Bajo el Planeta de los Simios fue creado gracias a ese viaje en el tiempo de Zira y Cornelius. La trama escrita por Dehn se muerde la cola, al estilo de lo que pasaría años después en la saga Terminator, cuando un personaje tiene que mandar a su propio padre al pasado para que él pueda nacer en el futuro. Aquí, Zira y Cornelius viajan del año 3978 a los años 70 del siglo XX, para dar luz a un bebé que será el lider de la revolución de los simios que, a la larga, ¡construirá la civilización de donde provienen Zira y Cornelius!
Conquista del Planeta de los Simios (Conquest of the Planet of the Apes, EU, 1972), la cuarta película de la saga, narra precisamente esa rebelión, liderada por el resentido pero cerebral chimpancé Caesar (Roddy McDowall, ahora encarnando al hijo de Cornelius, el personaje que había interpretado en las tres películas anteriores), el changuito que ha crecido de incógnito, ocultado por el benévolo cirquero Armando (Ricardo Montalbán). Durante estos últimos años -la cinta se ubica en 1991, dos décadas después de Escape en el Planeta de los Simios-, Caesar ha aprendido a fingir que no sabe hablar y a esconder su inteligencia para no asustar a los humanos que le rodean.
En esos años 90 retratados en el filme de 1972, todas las mascotas han desaparecido, así que a falta de perros y gatos, los humanos hemos adoptado simios. Sin embargo, al darnos cuenta que los changos son bastante más inteligentes que cualquier chucho o minino, los hemos convertido en sirvientes -afanadores, meseros, mandaderos- o, francamente, en esclavos. Aunque Caesar tiene una disposición noble, la desaparición de su mentor Armando y la innata crueldad que encuentra en (casi) cada ser humano con que se topa lo convence de que no hay manera de luchar por sus changuescos derechos que tomando las armas.
Dirigida con buena mano en las escenas de acción por el competente artesano J. Lee Thompson, Conquista del Planeta de los Simios es una vibrante distopía social en la que los oprimidos se levantan violentamente para tomar venganza de sus opresores, cual clara alegoría de los Estados Unidos enfrentados por la lucha de los derechos civiles. La última parte del filme es básicamente la acezante crónica -cámara en mano, cortes bruscos, encuadres descuidados- de esa revolución liderada por el carismático Caesar, una suerte de Malcolm X peludo.
Conquista del Planeta de los Simios es buena ficción aunque mala ciencia -¿a poco en 20 años los changos pueden evolucionar a tal velocidad?- pero uno deja pasar los boquetes lógicos de la historia sin mayor problema. No sucede lo mismo cuando llegamos a la quinta y última parte de la saga original, Batalla por el Planeta de los Simios (Battle for the Planet of the Apes, EU, 1973), ubicada una década después de la rebelión liderada por Caesar.
En esta cinta, Caesar (McDowall otra vez) trata de construir una sociedad en la que simios y humanos convivan juntos, aunque los siempre belicosos gorilas, liderados por el violento General Aldo (Claude Akins) no está de acuerdo en ello. El argumento, escrito otra vez por Paul Dehn, nos exige que creamos que en sólo 10 años los esclavizados changos de la cinta anterior ya saben hablar, leer, escribir y han formado los cimientos de una organización social.
De hecho, si el filme fuera emocionante, no habría objeción en tragarnos este absurdo y otros muchos más. El problema es que la película, firmada -creo que no debo escribir "dirigida"- por J. Lee Thompson está realizada con una flojera contagiosa. La batalla del título está montada sin el menor sentido del espacio fílmico, así que a lo largo de varios minutos que se hacen eternos, vemos chimpancés vs. gorilas, humanos buenos vs. humanos malos, simios vs. humanos, mientras la ciudad simiescas se incendia -en realidad, no toda la ciudad: se quema la misma casa sólo que tomada desde distintos ángulos- y muchos extras con mal maquillaje aparecen regados por doquier.
La película no sólo es un desastre sino que el final -siempre el plato fuerte en toda la saga- es de risa loca. Resulta que todo lo que hemos visto en Batalla por el Planeta de los Simios es el relato narrado a un grupo de niñitos y changuitos por "El Dador de Leyes", un viejo orangután encarnado por John Huston -a quien, sospecho, se le debe haber acabado la dotación de puros y de botellas para haber aceptado este cameo de pena ajena. Se supone, pues, que "El Dador de Leyes" está dando su clase magistral en el año 2670, 1300 años antes que los acontecimientos vistos en El Planeta de los Simios, por lo que sabemos que esos bienintencionados intentos de paz entre simios y humanos están destinados al fracaso: algún día los changos nos dominarán y los seres humanos perderemos el habla, la razón, la conciencia y seremos convertidos en adictos a las telenovelas.
Acaso por eso, la estatua de Caesar que preside la clase de "El Dador de Leyes", llora profusas lágrimas en primer plano, cual desenlace de La Rosa de Guadalupe. Acaso el peor punto final para cualquier serial fílmico en la historia del cine. Por eso, cuando alguien despotrica contra el remake dirigido por Tim Burton, pienso: de seguro no han visto Batalla por el Planeta de los Simios. Y qué bueno que no la han visto.
Comentarios
¿Qué más puedo agregar?
Sin embargo, me atrevo a demandar que hables también del remake, que a mi ni me emociona mucho, pero tampoco la aborrezco. Recuerdo habermela pasado muy bien en el cine, no tanto cuando la vi en la television con comerciales y en español (tal vez por eso)
Siempre es bueno aventarse una revision de esta saga, sobre todo ahora que se viene la mentada precuela. Que para variar, a ver cuando nos llega por aca.
Duque: Pues a ver. No creo que tarden mucho. Si no, los piratas tendrán preferencia.
Duende: Yo ahí vi todas en pantalla grande, en la adolescencia.
A ver si en alguna de las siguientes versiones se la avientan, aunque al paso que van, cada diez años una reimaginación, una secuela o una precuela, yo creo que no me va a tocar...