Aequitas: El buen juez...
Desde hace algunos años, colaboro para Aequitas, la revista del Poder Judicial de estado de Sinaloa que, como su nombre en latín lo indica, está dedicada al derecho y a la justicia. Ahí suelo publicar ensayos sobre cine, televisión y justicia (o la falta de ella). La revista completa se puede consultar, en pdf, por acá, pero he pensado que no es mala idear ir rescatando los ensayos que he publicado en Aequitas a lo largo de los años. Acá abajo, el primero de ellos, publicado en el número 1 de la revista, en septiembre-diciembre de 2012, y dedicado a los jueces.
EL BUEN JUEZ
El escenario
cinematográfico es bien conocido: la sala de juzgado con todo y sus personajes
emblemáticos. Es decir, el abogado defensor vehemente, el fiscal filoso y
astuto, el acusado trémulo y agobiado, los miembros del jurado atentos, el
público emocionado. Y, en el centro de la pantalla, el juez, interrumpiendo,
llamando al orden, dándole la razón a uno u a otro, reprendiendo a la gente que
ríe o aplaude, ordenándole a un testigo que responda, instruyendo al jurado
para que no haga caso de tal señalamiento, amenazando a los abogados cuando se
pasan de la raya, frunciendo el ceño en todo momento.
Los
jueces, es cierto, están en el centro del escenario en las películas de
juzgado. Y, sin embargo, suelen estar en el margen dramático de ellas. Es decir,
con algunas notables excepciones, cuando una película –sea comedia, thriller,
drama histórico, melodrama- trata de un juicio y/o está ubicada en un sala de
juzgado, el personaje principal puede ser cualquiera de los antes ya mencionados
–un santo abogado defensor (Gregory Peck) que se enfrenta a los prejuicios
raciales en Matar un ruiseñor
(Mulligan, 1962); un anónimo jurado (Henry Fonda) que no está dispuesto a
aceptar la culpabilidad del acusado nomás porque sí en 12 hombres en pugna (Lumet, 1957); la estoica acusada que no quiere revelar su
identidad ante su hijo que es su abogado defensor en las innumerables versiones
de Madame X-, pero nunca el juez.
Aventuro
la razón: los jueces son, hasta cierto punto, nuestros representantes. Están
ahí para ser testigos del drama, de la comedia, de la emoción, de las
sorpresas, pero no para ser protagonistas. Por eso, en las cintas ubicadas en
el escenario dramático de la justicia, siempre serán otros los que brillan,
sean los abogados, los acusados o los miembros del jurado.
Incluso,
cuando un juez llega a ocupar un lugar importante en algún momento del filme,
es común que se trate de una versión francamente negativa del impartidor de
justicia: el rabioso juez esquelético que condena a muerte a Sophie Scholl en Sophie Scholl: La rosa blanca
(Rothemund, 2005), el soberbio juez que trata con la punta del zapato al
abogado alcohólico Paul Newman en Será justicia (Lumet, 1982), el corrupto juez irascible que está del lado de los
poderosos en Tucker: el hombre y su sueño (Coppola, 1988). Es decir, los jueces tienden a ser un cero a la
izquierda en los filmes de juzgado, a no ser que sean jueces indolentes,
indecentes e impresentables. Pero, entonces, ¿no hay buenos jueces en el cine?
Sí que los hay: son excepción. Y, también, excepcionales.
“He aquí unos precedentes
positivos, su señoría…”
Una de
las pocas películas en las que un juez ocupa la posición protagónica y de
manera positiva, es una cinta casi desconocida del maestro americano del cine
del Oeste, John Ford: Judge Priest (1934),
protagonizada por el comediante Will Rogers y ubicada en el sur estadounidense,
dos décadas después del fin de la Guerra Civil americana.
En esta
película –disponible en la red gratuitamente y de manera legal-, Rogers encarna
al juez Priest del título –William “Billy” Priest, para ser exactos-, quien
resulta ser una suerte de extensión de la misma personalidad que Rogers había
cultivado a lo largo de los años en el cine, en el teatro y en el vaudeville estadounidenses. El tal juez
Priest es un hombre común y bienintencionado, siempre de buen humor, tolerante
con los débiles (especialmente los negros), impaciente ante los abusivos. Un
juez populachero y gracioso que, en algún momento clave del filme, confiesa que
siempre ha estado preocupado por hacer justicia y ha tratado de ser fiel al
auténtico espíritu de la ley, más que en cumplir a pie juntillas con cada
artículo, con cada regla, con cada inciso.
Este
juez Priest representa el ideal de la justicia populista al estilo no sólo del
actor/personaje Will Rogers sino del propio cineasta John Ford, quien en otros
filmes posteriores demostrará qué tan importantes son los valores que defiende
en esta cinta el excéntrico juez pueblerino, a saber: el honor, el patriotismo,
la verdad, la familia… Y, sobre todo, la
justicia que, para Priest, puede estar por encima de la letra de la ley.
Varias
décadas después, en el mismo cine hollywoodense, aunque en el otro extremo
político (Ford era republicano y conservador; Stanley Kramer, demócrata y
liberal), hay otra película con otro juez pueblerino que será el protagonista
de otra notable cinta. Me refiero a Los juicios de Nuremberg (Judgment at Nuremberg, 1961) –disponible en DVD-, un
muy serio drama histórico centrado en los celebérrimos juicios efectuados en la
emblemática ciudad nazi de Nuremberg poco después del fin de la Segunda Guerra
Mundial.
El
centro de esta cinta dirigida por el liberal Stanley Kramer es el proceso en el
que se enjuició a varios magistrados del
régimen nazi, entre ellos a cierta eminencia jurídica llamada Ernst Janning,
interpretada monolíticamente por Burt Lancaster. El protagonista de Los juicios de Nuremberg, repito, es
otro buen juez que, salvando las distancias, es descendiente directo del dicharachero
juez Priest de Will Rogers: el anciano juez provinciano Dan Haywood
(extraordinario Spencer Tracy), quien ha sido traído de su retiro obligado
–perdió las elecciones en su distrito, le dice en algún momento a la majestuosa
Marlene Dietrich- para fungir como Juez Superior en un caso en donde chocan
nuevamente los conceptos de la ley y la justicia.
Nadie
dice que los acusados –los cuatro exjueces nazis prisioneros- hacían el bien.
Los cuatro, dice su exaltado abogado defensor (el ganador del Oscar por este
personaje, Maximilian Schell), cometieron por comisión u omisión crímenes
intolerables. El problema es: ¿pueden ser juzgados cuando no hacían más que
obedecer órdenes? Y si los juzgan a ellos, ¿por qué no juzgar a todo el pueblo
alemán? ¿Se puede juzgar a unos magistrados que no hacían más que cumplir la
ley, por más aberrante que ésta sea? Y a todo esto, ¿qué derecho tiene el
gobierno estadounidense a juzgar a estos magistrados cuando en su mismo país
–la cinta está ubicada a fines de los años 40, la película fue realizada en
1961- hay leyes racistas que se cumplen puntualmente?
El
viejo juez interpretado por Spencer Tracy escucha al apasionado abogado
defensor (Schell), al acucioso fiscal (un jovencísimo Richard Widmark), a los
múltiples testigos (entre ellos a un conmovedoramente disminuido Montgomery
Clift y a una avejentada Judy Garland), al imperturbable exjuez nazi Janning
(Lancaster) y, luego, solo y ante a su conciencia, tiene que decidir no qué es
justo sino qué es la justicia.
Es
interesante constatar cómo dos filmes tan disímbolos y realizados por cineastas
tan diferentes en su estilo fílmico y en su ideología como Judge Priest y Los juicios
de Nuremberg tienen, sin embargo, un claro vaso comunicante: la figura del
juez humano y honesto, preocupado por hacer justicia, cercano al hombre común,
nunca impasible ante los prejuicios, ante la intolerancia, ante los crímenes.
Will Rogers y, sobre todo, Spencer Tracy, encarnaron cinematográficamente una
idea (¿o idealización?) de lo que debe ser un buen juez. El mejor juez. El juez
ideal. Por lo menos en Hollywood y sus alrededores.
¿Y la verdad, señor juez?
Pero hay otros jueces. No todos pueden ser como los
monstruosos jueces nazis que condenaron a la decapitación a la adolescente
Sophie Scholl ni como el idealizado juez interpretado por el gran Spencer
Tracy. Más cercanos a la realidad, a la chamba cotidiana, tratando temas
aparentemente triviales, están los jueces que aparecen (y se escuchan) es esa
obra maestra reciente del cine iraní llamada Una separación (Jodaeiye Nader
az Simin, 2011), quinto largometraje de Ashgar Farhadi, filme que arrasó en Berlín
2011 –Oso de Oro a Mejor Película, premio del Jurado Ecuménico, Osos de Plata a
todo el reparto- para luego ganar el Oscar 2012 a
Mejor Película en Idioma Extranjero.
El guión escrito por el propio cineasta Farhadi –y también
nominado al Oscar- es de una complejidad argumental y moral fascinante. Cada
uno de los personajes tiene sus razones y tiene el suficiente tiempo para
exponerlas, aunque es obvio que ninguno de ellos tiene la razón, así, completita. Por eso, el trabajo de los jueces –y de nosotros, el público, que somos
otro tipo de juez- será agotador, agobiante
Lo
primero que aparece en la cinta es la pareja del título original, Nader y Simin
(Peyman Moadi y Leila Hatami), sentados frente a la cámara, dando cada uno sus
argumentos a un juez al que nunca vemos porque, en realidad, quien juzga somos
nosotros, desde nuestra butaca. La mujer, Simin, le ha pedido el divorcio a su
marido, Nader, porque ella quiere irse a vivir con la hija de ambos, Termeh
(Sarina Farhadi), fuera de Irán. Él, por su parte, no quiere dejar el país
porque tiene que cuidar de su anciano padre con Alzheimer. Primer problema.
Mientras son peras o manzanas, Simin decide irse de la casa, aunque todavía no del país. Su hija, sin embargo, no la
sigue. La muchacha decide quedarse a vivir con su papá, Nader, quien ante la
ausencia de Simin, se ve obligado a contratar a una devota mujer, Razieh (Sareh
Bayat), para que cuide a su anciano papá senil. La mujer, que está embarazada,
no le informa del empleo a su resentido marido desempleado Hodjat (Shahab
Hosseini), pues éste se sentiría ofendido si se enterara que está trabajando
para llevar dinero a la casa. Segundo problema.
Las broncas se van acumulando sin
descanso, entre mentiras, malentendidos y diferencias de clase, educación y
formas de ver el mundo. Al final, todos estos personajes terminarán ante un
juez, un hombre común y corriente, un servidor público responsable y serio que,
sin embargo, llegado el momento, tendrá una cara de hartazgo que uno, como
espectador, no puede condenar. Todos y cada uno de los personajes tuercen la
verdad, callan información sensible, manipulan los acontecimientos, mientras el
pobre juez (Babak Karimi) trata de tomarse una tacita de té y no volverse loco.
Dictamina una multa por aquí, manda a prisión a este otro, interroga con
claridad a los acusados, pero no parece estar seguro de estar tomando la mejor
decisión. Y no es que sea descuidado o que esté haciendo mal su trabajo: lo que
sucede es que saber la verdad nunca es fácil y menos con estos personajes que
pueden ser cualquiera de nosotros (He aquí la razón del éxito mundial de esta
pequeña cinta iraní: las preocupaciones y problemas de los personajes son
comunes, humanos, universales).
Hacia el desenlace, Nader y Simin
esperan finalmente la decisión ya no del juez sino de la hija de ambos, que con
su mirada ha juzgado la tontería, la mezquindad, el egoísmo de sus padres. A
estas alturas del filme nosotros sabemos más o menos cuál es la verdad pero
creo que no seríamos capaces –por lo menos yo no podría hacerlo- de dar un
veredicto terminante.
Por eso es tan difícil ser juez. Porque
al juzgar a otros seres humanos estamos juzgándonos a nosotros mismos y a
nuestras pasiones. Estamos juzgando nuestra propia humanidad. Qué trabajo tan
difícil: el de ser juez en Una separación. Y más difícil aún debe ser juez en la vida real.
Comentarios
Cuantas veces los habremos pasado por alto. Esperamos más de estos artículos.
Me ha parecido muy interesante el post. Mas que un sub genero yo diría que es todo un genero del cine.
Saludos!