El Gran Hotel Budapest
Ante el re-estreno de El Gran Hotel Budapest, va el rescate de lo que escribí de esta cinta el año pasado:
Con El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, EU-Alemania, 2013), su octavo largometraje, el irrefutable autor fílmico americano Wes Anderson (Tres Son Multitud/1998, Los Excéntricos Tennenbaums/2001, El Fantástico Sr. Zorro/2012) ha logrado una de sus cintas más logradas, acaso la mejor de todas hasta el momento, tanto por su maniática puesta en imágenes como por su juguetona estructura narrativa como de muñeca rusa.
Estamos
en la ficticia República de Zubrokva, en el este o centro de Europa. Una
muchacha lee un libro, “El Gran Hotel Budapest”, frente al busto de su autor, a
quien luego vemos, interpretado por Tom Wilkinson, contar frente a la cámara
cómo llegó a escribir esa novela. Así, de 1985 –y con el encuadre en formato 1.85:1-
pasamos a 1968 –formato sesentero de 2.35:1- en el que vemos al joven escritor
(Jude Law) hospedarse en el ya decrépito Gran Hotel Budapest, en donde conoce
al anciano dueño, Zero Moustafa (F.
Murray Abraham), quien le platica cómo llegó a heredar el hotel, a pesar
de haber entrado a trabajar como botones (Tony Revolori) en 1932 –ahora el formato
es el académico, de 1.33:1-, siempre a las órdenes del concierge Monsieur
Gustave (antológico Ralph Fiennes).
La
trama en forma de muñeca rusa -una historia dentro de otra historia dentro de
otra historia- va avanzando a través de la acumulación de una serie de
anécdotas encantadoramente cómicas/ridículas/románticas –las actividades de
gigoló de Monsieur Gustave, el hurto de cierto cuadro valiosísimo, el hilarante
escape de la cárcel, la sublime historia de amor entre el joven Zero y su
ingenua enamorada (Saoirse Ronan)-, todas ellas hilvanas por el irresistible personaje
protagónico, ese Monsieur Gustave tan sofisticado como vulgar, tan honesto como
cínico, tan valiente como insensato.
El
carácter con el que es definido Monsieur Gustave en un inicio por el viejo
Señor Moustafa –“Su mundo había desaparecido antes de que él llegara, pero él
mantuvo la ilusión con una singular gracia”- podría aplicarse a la película
misma y a su hacedor, Wes Anderson. Y es que estamos ante una radical cinta de autor producida en el
interior de la gran maquinaria hollwyoodense, ubicada en una época y centrada
en un tema poco o nada populares: la Europa de entreguerras, en pleno ascenso
del fascismo.
Anderson, a través de El Gran
Hotel Budapest, demuestra que se puede seguir realizando en Hollywood un
cine como él lo hace, preocupado por las formas fílmicas más artificiales
posibles –esa puesta en imágenes basada en travellings laterales, esos paneos
de precisión keatoniana, esos encuadres barrocos de estilo tableau-, sin dejar
de ofrecer, entre tanta sofisticación visual, una insensata, valiente y apasionada
defensa de lo que es correcto, de lo que es decente, de lo que es valioso, tal
como lo haría el mismo Monsieur Gustave.
Así como Monsieur Gustave se coloca
del lado de la amistad, el amor o la belleza, Anderson defiende el cine –mejor
dicho: su cine- como el último bastión de una forma de trabajar que parece
estar en retirada. Aunque, claro, mientras existan autores como Anderson, la
ilusión se podrá sostener “con singular gracia”.
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