Lucía
Lucía (Chile, 2010), opera prima de Niles Atallah, es una de las casi 900 películas apoyadas por el Fondo Hubert Bals del Festival de Rotterdam, desde que esta fuente de financiamiento fue creada en 1988. Concentrada en apoyar cine independiente realizado en África, América Latina, Asia y Europa Oriental, el Fondo Hubert Bals se ha preocupado -dice su sitio oficial- en financiar películas de "contenido y valor artístico", what-ever-that-means. La figura más famosa, acaso, apoyada por este fondo ha sido ese gusto adquirido que se llama a sí mismo como "Joe" mientras en América Latina, sólo en el último año, lo mismo han recibido dineros provenientes de Rotterdam gente como Pablo Larraín (Post Mortem, 2010) que Nicolás Pereda (Verano de Goliath, 2010) o Julio Hernández Cordon (Las Marimbas del Infierno, 2010).
Si uno revisa las características del cine apoyado por Rotterdam en los últimos años, el común denominador es lo que se ha dado en llamar "slow-cinema", es decir, películas que privilegian las tomas extendidas, una edición en ritmo sintético, cámara inmóvil las más de las veces, tramas que se inclinan a retratar acciones e historias que bien podrían pertenecer al cine documental y/o contemplativo, etcétera. A este tipo de cine pertenece, pues, Lucía.
No se trata, aclaro, de un filme fallido. Pero sí carente, desde mi perspectiva. Me explico: la opacidad narrativa por la que opta el debutante Atallah -autor también del guión- es llevada, en mi opinión, demasiado lejos. La cámara, manejada por el propio director, no se mueve ni a patadas hasta que se acerca el final, en el que se ejecuta a la perfección un plano secuencia con cámara en mano de más de cinco minutos de duración; los personajes hablan poco -la primera palabra se pronuncia cuando la cinta ha llegado al minuto siete- y lo que se dicen son monosílabos o líneas de diálogos a las que hay que exprimirles algún significado; las interpretaciones son naturalistas, sin subrayados dramáticos de ninguna especie. Nada de esto es malo en sí mismo. El problema, creo, es que el equilibrio entre lo que debe de dársele al espectador y lo que debe negársele no es el correcto.
La trama está centrada en la Lucía del título (Gabriela Aguilera), una mujer de treinta-y-tantos años que trabaja en una pequela fábrica-taller de ropa y que vive en una derruida casa de Santiago con su viejo padre, deprimido y barbón (Gregory Cohen). A ella la vemos ir a trabajar, regresar a casa, acostarse al lado de su padre -que ve telenovelas y programas de concursos todo el día-, volver al trabajo, ir a hacer alguna compra navideña, averiguar cuánto cuesta alguno de los 360 departamentos que se encuentran en un moderno edificio que domina la vista desde su viejo caserón y así, hasta que la rutina se rompe cuando, seguramente para acompletar el gasto, padre e hija se disfrazan de Santa Claus y su asistente femenina para ir a darles sus regalos de Navidad a unos niños ricachones, nietos de un médico que, sabemos por un noticiero televisivo, participó en algunas torturas en la era de Pinochet. Al regresar y después de tener su cena navideña, Lucía llora desconsolada al recordar a su madre muerta y a ella misma cuando era niña.
¿Quiénes son Lucía y su padre? El amplio caserón decadente implica que tuvieron dinero y posición en algún momento, el viejo (¿izquierdista?) entra a un estudio en el que se pueden ver revistas y papeles y una foto de Allende pegada en la pared, la hija le regala al padre una pluma "para que escriba" (¿escribía antes?, ¿era periodista, intelectual?), los dos ven en televisión y sin decir una palabra las imágenes de la ceremonia fúnebre de Pinochet, luego reconocen a cierto médico señalado por activistas como torturador, el mismo tipo al que le servirán de Santa Claus (o Viejito Pascuero, porque están en Chile) unos días después.
Los intersticios dramáticos del filme son enormes y tienen que ser llenados por el espectador. Atallah, es evidente, está más preocupado por transmitir un estado de ánimo opresivo, enfermizo, decadente -algo que, en efecto, logra con creces- y en su puesta en imágenes, tan controlada como sugerente, con episodios filmados en stop-motion, un complejísimo encuadre en el que usa la profundidad de campo y una iluminación en la que dominan los claroscuros. Visualmente, la cinta es fascinante; dramáticamente, queda a deber. Esa es la carencia que mencionaba al inicio: no pido una trama sencilla, fácil y masticada, pero sí elementos dramáticos un poco más contundentes. Escribo desde mis inclinaciones personales, por supuesto. De eso se trata cuando se escribe de cine.
Lucía se exhibe hoy en la Cineteca Nacional a las 14:15 y 18:15 horas.
Comentarios
jajajaja
te pasas!