Ana y Bruno
Finalmente, después de diez años de gestación,
ha llegado a las salas de todo el país Ana
y Bruno (México, 2017), primer largometraje animado del veterano y
multipremiado Carlos Carrera quien ha ganado, a lo largo de una carrera fílmica
de 30 años, tres arieles de Mejor Director, uno por Mejor Guion, uno por Mejor
Opera Prima y dos por mejor cortometraje de animación, además de la Palma de
Oro en Cannes 1994 -por su cortometraje animado El héroe (1994)-, además de que su exitosísimo sexto largometraje, El crimen del Padre Amaro (2002), fue
nominada al Oscar 2003 en la categoría de Mejor Película en Idioma Extranjero.
Vale
este recuento de galardones para subrayar que, con todo y esa letanía de
premios, Carrera batalló durante una década para poder terminar este
personalísimo proyecto basado en la novela “Ana”, de Daniel Amil, adaptada por
el propio escritor en colaboración con Flavio González Mello. Es decir, si se
quiere hacer cine personal en México –y más si se trata de una cinta animada
como Ana y Bruno- hay que tener paciencia. Y Carrera, como buen
director de cine de animación que es, vaya que la tiene.
Estamos
en los años 40, en algún lugar de México. La Ana del título (voz de Galia
Mayer), una niña alegre e inquieta, llega con su mamá Carmen (voz de Mariana de
Tavira) a un gran edificio a la orilla del mar que parece un hotel. Muy pronto
nos damos cuenta que no se trata de ningún lugar de esparcimiento: el taciturno
Ricardo (voz de Damián Alcázar), marido de Carmen y papá de Ana, ha dejados a
las dos en un hospital siquiátrico al cuidado de un tal Dr. Méndez (Héctor
Bonilla, con espléndida voz amenazante). Carmen sufre de algo: ¿depresión
porque el marido la ha dejado por otra, como elucubran un par de enfermeras?
Mientras
tanto, la curiosa Ana empieza a explorar el hospital y al hacerlo se encuentra
con el Bruno del título (voz de Silverio Palacios), un hombrecito verde que,
como en realidad es una alucinación creada por la mente de alguien, tiene como
tarea asustar a uno de los pacientes. Por alguna razón que luego sabremos, Ana
puede ver al duende y a todos las demás alucinaciones que habitan ese lugar:
una elefanta celosa de color rosa, un borrachales que no deja la copa, un
retrete que erupta, una araña que tiene cuchillos en sus patas, una mano peluda
y la peor de todas, la que aparece para asustar a su madre: un enorme monstruo
alado que escupe fuego.
Carrera
y su equipo han creado una difícil cinta que lidia con temas muy adultos –las enfermedades
mentales, la depresión, la muerte, el proceso de duelo- a través de un trabajo
de animación que nos remite a su propia obra temprana –el papá de Ana tiene un
aire del inútil buenazo de El héroe-,
a la de algunos maestros de la animación europea -como la mano svankmajeriana
que sirve de pretexto para la mejor one-liner
del filme- y a otras películas cercanas a la sensibilidad de Carrera –ojo a la
elefanta Rosi de Regina Orozco, un guiño inocultable a cierta obra mayor del
cine nacional de los 90.
El
problema para Carrera –no para la película que funciona muy bien las más de las
veces, con todo y que no siempre permanece fiel a sus propias premisas
argumentales- es saber si este meritorio esfuerzo animado, probablemente el
mejor realizado en la historia del país, encontrará a su público. El equilibrio
entre los oscuros temas que trata el filme y las aventuras que vive Ana al lado de sus amigos imaginarios
y el niño invidente solovino llamado Daniel (voz de Daniel Carrera, hijo del
cineasta) es precario, aunque el emocionante y genuinamente emotivo desenlace
griffithiano logra atar todos los cabos sueltos.
No
suelo ocuparme de la taquilla del cine que veo, no porque no sea importante
sino porque, al final de cuentas, cuánto dinero se gana o se pierde tiene poco
que ver con lo que acabo de ver en pantalla. Pero ojalá que Ana y Bruno le vaya bien en la taquilla
para que Carrera no tarde otros diez años más en volver al cine animado. Que
así sea.
Comentarios
Anónimo: Gracias.
Joel: Se...