Un monstruo viene a verme



El protagonista de Un monstruo viene a verme (A Monster Calls, EU-España, 2016), tercer largometraje del catalán hollywoodizado J. A. Bayona (efectivas cintas de género El orfanato/2007 y Lo imposible/2012) es un tal Conor (notable Lewis McDougal) que, según la voz en off inicial, “es demasiado viejo para ser un niño y demasiado joven para ser un adulto”. O sea, tiene 12 años.
A las dificultades naturales de la edad, hay que sumarle que sus papás se han divorciado, que un bully no lo deja en paz en la escuela, que no le hacen nada de gracia las visitas inesperadas de su estricta abuela (Sigourney Weaver)… Ah, y que su mamá (Felicity Jones) tiene cáncer.
Para lidiar con todo ello, Conor se imagina o invoca al monstruo del título, un enorme ser arbóreo que surge de un viejo y descomunal tejo negro que llega a visitar al chamaco en su idílica casita de la campiña inglesa para, con la inconfundible voz de Liam Neeson, contarle tres historias con la promesa que luego el propio Conor le contará a él una cuarta, llena de verdad.
Sobre la espléndida novela infantil homónima de Patrick Ness, bien adaptada por él mismo, Bayona entrega aquí un sensible melodrama infantil que trata no solo sobre el duelo o la pérdida, sino sobre algo menos traumático y más natural: la madurez.
En cierto momento, el monstruo cuenta-cuentos –que siempre llega a visitar a Conor a las 12:07 horas por razones que descubriremos hasta el final- le dice al jovencito que los seres humanos somos “bestias complejas”. Y, en efecto, Conor lo descubrirá no solo a través de los relatos del tejo –sobre una bruja dizque malvada, un curandero egoísta o un niño invisible- sino a través de su vida misma, al lidiar con el bully de la escuela, al platicar con su padre (Toby Kebbel) que ha llegado desde Estados Unidos, al empezar a entender a su abuela, al enfrentar la enfermedad de su adorada y adorable madre.
A través de los cuentos del tejo –atractivos fragmentos animados entre la acuarela y el stop-motion-, Conor no solo se dará cuenta que no todas las historias pueden tener un final feliz –la suya no lo tendrá, eso es obvio-, sino que aprenderá a aceptarlo como un hecho natural de la vida y, en el camino, se conocerá a sí mismo y sus propios límites en el amor y en el dolor que, a veces, no son más que dos caras de la misma moneda. 

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