Aquí no ha pasado nada
Hacia el final
de Aquí no ha pasado nada (Chile-EU-Francia, 2016), cuarto largometraje de Alejandro Fernández Almendras
(Huacho/2009, Sentados frente al fuego/2001, Matar a un hombre/2014), hay una notable
conversación entre el poderoso abogado penalista Gustavo Barría (Luis Gnecco,
irreprochable) y el bueno-para-nada junior Vicente (Agustín Silva, perfecto en
su desesperante indolencia) en las feas playas chilenas de Coñaripe.
El abogado llega casualmente,
con una hielera en la mano, a platicar con ese muchachito al que de inmediato
identifica como el hijo de un viejo compañero de facultad de derecho. El tipo,
de pantalones cortos, con una camisa playera, cerveza en la mano, muy seguro de
sí mismo, platica con ese silencioso muchacho acerca de los viejos tiempos: de cómo
conoció a su papá, de sus estudios en la Universidad de Chile, de cómo empezó a
ejercer la abogacía, de su trabajo actual –para la poderosa familia Larrea- y,
especialmente, de una ocasión en la que intentó salvar a cierto líder obrero de
caer en las manos de la policía política chilena, allá por 1989.
La anécdota es contada por
Barría con cierto dejo de tristeza: el entonces joven abogado no pudo salvar al
líder sindical porque este no accedió, por sus firmes convicciones, a
declararse culpable de posesión de drogas. La idea de Barría era acusarlo
falsamente de algún delito contra la salud para que la policía política de la
dictadura no pudiera tocarlo. Sí, claro, la reputación del líder se vería manchada,
sería juzgado como narcotraficante pero, al final de cuentas, salvaría su vida. El líder
sindical no accedió y, por supuesto, el tipo fue llevado a una cárcel de presos
políticos en la que, así nada más, dice Berría encogiéndose de hombros,
desapareció de la faz de la tierra.
Por supuesto, Berría está
contando más que una anécdota. Está, a su modo, tratando de salvar a Vicente.
Y, a través de él, a sus clientes, la poderosa familia Larrea. Se trata de una
escena sutil y, al mismo tiempo, poderosa: Gnecco encarna a un tipo que sabe
que al sistema no se le puede ganar porque, de hecho, él mismo forma parte de
ese sistema. No necesita amenazar de nada al desconcertado Vicente: le basta
aparecer en un sitio, así nomás, sonriente, con una cerveza en la mano. Como si
fuera el consigliere Tom Hagen (Robert Duvall) en una escena muy similar de El
Padrino, Segunda Parte, cuando conversa amigablemente con Pentangelli (Michael
V. Gazzo) en los patios de una cárcel.
La segunda película de Fernández Almendras que trata de manera
directa el tema de la justicia en Chile después de la notable Matar un hombre, Aquí no ha pasado nada está basada en el caso del hijo de un poderoso senador chileno que
fue detenido en septiembre de 2013 acusado de haber causado la muerte por
atropellamiento a un transeúnte en alguna calle del balneario de Coñaripe
Si en Matar un hombre,
Fernández Almendras nos había mostrado, con un negrísimo humor hitchockiano, la
viacrucis de un tipo cualquiera para conseguir justicia –por lo que decidía
tomarla por su propia mano, lo que resultaría en algo previsiblemente peor-,
esta vez se nos presenta un escenario distinto: cuando quien está frente a la
justicia tiene el suficiente poder para manipular el sistema a su antojo.
“La verdad es lo que puedes comprobar”, le dice su exasperado tío –y
abogado defensor- a Vicente, quien ha sido acusado injustamente de manejar el
auto que atropelló a la víctima. Desde el inicio, Fernández Almendras aliena nuestra posible empatía:
el protagonista, Vicente, “el Vicho”, es un buen muchacho, pero no
particularmente agradable. No parece darse cuenta de la situación por la que
pasa y, aún más, no parece interesarle. Mientras su madre (Paulina García) y su
tío están tratando de evitar que pise la cárcel, Vicente sigue con su
vida: mensajea ociosidades, ve videos en el teléfono, hace el amor con alguna
noviecita, entra a esta fiesta o a aquella otra…
El gambito de Fernández Almendras funciona: sacrifica nuestra
identificación con Vicente para obligarnos a ver, desde otra perspectiva, el
estado de la justicia chilena. Queda claro, hacia el desenlace, que Vicente
no es, en realidad, una víctima. La víctima, de hecho, no le importa a nadie.
En otra escena clave de la cinta, cuando Vicente y su tío están
discutiendo en plena calle, se puede leer al fondo, pintado en una pared, un
mensaje casi borrado: “A 33 años del golpe, nadie ni nada está olvidado”. Puede
ser que sea así, pero pocos fueron castigados. Y la historia se repite.
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